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Delirio en la Guerra Cristera

Crisitada

 

Por: Adán de Abajo

 

Al comenzar la biografía de mi héroe, siento cierta perplejidad. En efecto, aunque lo llamo héroe, bien sé que no es ningún gran hombre. Preveo, por tanto, fatalmente, preguntas como esta: ¿En qué es extraordinario para convertirlo en héroe…? ¿Qué ha hecho? ¿Quién lo conoce y porqué? ¿Hay alguna razón para que yo, lector, consagre mi tiempo a conocer su vida?

 (FEDOR DOSTOIEVSKY –Los hermanos Karamazov)

 

Vi en sus ojos un relámpago de indignación, Y esta vez fui yo quien humillé los míos y sentí enrojecerse mi rostro  bajo su mirada.

(JACK LONDON – El Lobo de Mar)

 

 

Para mi hermano Armando, valiente y avezado médico de la Sierra Huichola.

Para mis abuelos: Cuca Arellano, Petrita Zaragoza y Jesús Dávila.

 

 

Dimitri removió su cuerpo con lentitud, la pierna derecha se le adormecía produciéndole piquetes en el pie y en el muslo.

Quitar la vista de su libro y suspender su lectura era un sacrificio que eludía desde hace más de una hora. La novela controlaba su voluntad. No podía dejar de encontrarse inmerso en su historia.

“Pero antes de todo están las cabras, los borregos y los chivos….”

Se dijo a sí mismo, forzándose a creer que así era. No demasiado convencido, cada vez menos resignado a aquella labor, para su desgracia.

Cerró el grueso volumen y se levantó con pesadez padeciendo un leve vértigo  mientras circulaba de nuevo la sangre en su cabeza y sus músculos. Apoyó su brazo derecho en el roble, cuyo tronco le sirvió de respaldo cuando leía, abrió la boca enorme en un bostezo y con la mano izquierda guardo su preciado libro en el morral de lana.

El viejo roble era un antiguo compañero de juegos y lecturas de la infancia. En su corteza permanecían las cicatrices de los chiquillos que lo treparon, nombres de enamorados trazados en su tronco herido a punta de navaja, y la apertura que le hizo un rayo al caerle en medio de una tormenta a finales del siglo diecinueve.

Dimitri enfocó su vista utilizando sus manos como unos binoculares en busca de las cabras y borregas. El corazón le latió angustioso: el rebaño no estaba donde lo dejó pastando hace una hora. Se separo del longevo árbol y abandonó su sombra fresca. Llevo los dedos a la boca y lanzó un poderoso chiflido, similar al que su padre emitía para llamar a los animales o para hablarles a él y a su hermano cuando los necesitaba.

Nada respondió a su llamado, más que el eco de los cañones y las montañas que lo rodeaban enmudecidos.

Corrió en círculos erráticos por la planicie reverdecida con las lluvias. La mejor temporada para la leche y la lana: el verano, y él perdió a los animales. Siguió chiflando nervioso, temblando y atragantándose con los dedos y su saliva.

El temor le hizo recordar a su hermano: Juan Pablo le gritaría diez mil insultos y le daría unos buenos palos por perder la principal fuente de ingresos familiares.

Las borregas y las chivas, además de una beca de la parroquia, sostenían sus estudios en el extranjero. Hace más de un año que no veía a su madre y a su hermano, y ahora precisamente que regresó a su pueblo natal para las vacaciones, perdió a los animales.

2

La Tarada, como nombraban a una perra pastora blanca, respondió al llamado con sus gruesos ladridos.  Dimitri se precipitó hacia el fondo de un cañón, desde donde provenía la respuesta de la pastora.

A la distancia daba la ilusión de que el lugar donde el animal se encontraba era cercano, pero remontándola, la distancia  resultó mucho mayor de lo que aparentaba. En lo que corrió torpemente, tropezando en varias ocasiones y torciéndose el tobillo, transcurrió casi otra hora. El sol comenzaba a ponerse y la noche amenazaba con sorprenderlo lejos del pueblo.

La Tarada apareció, enorme, gris y lanuda, con la lengua gigantesca y moviéndole el grueso rabo. Tras de ella el Marihuano, un perro mestizo color marrón, de oreja mocha, producto de la dentellada de un coyote, fiero cazador e infalible guardián de las ovejas.

Los perros lo saludaron gustosos, para ellos no transcurría el tiempo ni había razón para preocuparse mientras no aparecieran los coyotes o algún extraño quisiera robarse al rebaño.

La perra lo lamió saludándolo y el macho le mordió con suavidad la mano en señal de simpatía, pero Dimitri no los sintió. Caminó automatizado hacia el lugar de donde salieron los perros y luego suspiró con alivio. El rebaño se encontraba a salvo. Los guardianes caninos hicieron bien su trabajo al no permitir que se extraviara ninguna borrega.

3

Eran las once de la noche cuando cerraba el corral y metía la última chiva.

La cantidad de ovejas y chivos era enorme: sumaban cuatrocientos animales entre cabras y borregas.

Los perros se adelantaron introduciéndose en la casa antes que él, prestos a cobrar su merecida ración de caldo de res y tortillas.

Dentro, su madre y su hermano lo esperaban con las caras aplanadas.

Prolongados minutos de silencio sobrevinieron. Lo castigaban fingiendo ignorarlo cuando se enojaban con él. Después de un torturante lapso de silencio, lo lanceaban con sus palabras.

Comenzó Juan Pablo con una pregunta, la más corta y la más temible:

-¿En dónde andabas…. Carajo….?

Cuánto molestaba a Dimitri su voz paternal, desesperada y autoritaria. Cuánto extrañaba su sonido plateado, de tenor, cuando se encontraba en el extranjero y transcurrían hasta dos años sin verlo. Pronto se iría de nuevo a continuar con sus estudios. ¡Cuánta frustración y amor contenidos en la voz del hermano mayor!, como diciéndole: “¡Es por ti que me mato cada día trabajando, es por ti que no tengo el amor de una mujer!… ¡Es por ti, que mi sexo se marchita a mis veintisiete años…!”

-¡Ya me voy a regresar a España…, no se apuren…!

Atino a responderles con voz dolorida, evadiendo el cuestionamiento. Se sentía culpable cada que los confrontaba o se defendía de sus ataques verbales. A pesar de saber de antemano que las agresiones eran injustas en su mayoría.

-¡No te pregunto si ya tíbas, Carajo!…. ¡Sino dón tabas….!

Intervino Margarita con resentimiento, utilizando un castellano de marcado acento indígena, pleno de arcaísmos y frases provenientes de una lengua vieja y ancestral, traída a estas tierras por furibundos conquistadores españoles.

A veces Dimitri pensaba que lo odiaban o lo culpaban por algo antiguo y desconocido. Algo de lo que él no era de ningún modo partícipe. Siempre se unían cuando querían torturarlo.

En Madrid su vida no era mejor que en aquel rancho del estado de Zacatecas. Era más bien un pandemonio. Sintiéndose fuera de toda lógica y sin lograr encontrar su sitio. No convivía con los otros estudiantes ni amistaba con nadie. Pasaba los días en las bibliotecas, sumergido en Julio Verne, en Víctor Hugo, en Jack London y en el temible Dostoievski.

Su hermano deseaba que Dimitri estudiara derecho o medicina, pero Dimi prefería la literatura.

Al terminar el bachillerato, Juan pablo intentó imponérsele, cual dictador, pretendiendo forzarlo a decidirse por una profesión liberal. Pero Dimitri huyó hacia la Sierra de Morones y se perdió durante dos días. Ahí donde sus ancestros caxcanes se atrincheraron contra los españoles por los años de 1600, permaneció oculto, nervioso y llorando. Para reaparecer unos días después en Sánchez Román y encontrar a su hermano, molesto, pero dispuesto a negociar. El primogénito se había ablandado.

Al final, Dimitri se decidió por una opción intermedia: el magisterio, que no le desagradaba tanto y con la que calmaba a Juan y a su madre. Pero nunca se convenció del todo. La verdad es que ni él mismo sabía con exactitud lo que quería. Si existiera una profesión en la que pudiera pasarse todo el día recostado, leyendo historias y poemas, ésa es la que escogería sin miramientos.

4

Juan Pablo y Dimitri se querían muchísimo. Antes de morir Don Felipe, su padre, de un tumor en el cerebro, encargó a Juan cuidar de su madre Margarita y del pequeño Dimitri. Desde los trece años Juan trabajó sin descanso para que nada faltara a la madre ni al hermano menor. Alquilando sus servicios como arriero, cargador, recolector, cegador. Luchando contra ladrones, coyotes y hambrunas para acrecentar el preciado rebaño, principal patrimonio heredado por su padre.

Dimi, como lo llamaba Juan Pablo, aprendió a leer en su Biblia desde los cuatro años, a los siete escribió su primer cuento.

Siendo niños, Juan se convenció  que su hermano pequeño sería un individuo importante. Aunque él apenas sabía leer y contar con los dedos, intuyó que Dimitri se convertiría en un gran escritor, en un científico o un médico quien ayudaría a su pueblo y a su familia a salir del atraso y la ignominia.

Dimitri estudió el bachillerato en un seminario en Totatiche, un pueblo cercano al suyo, donde los curas nunca perdieron la esperanza de capturar su vocación y convertirlo en hombre de Dios. Pero fracasaron ingenuamente, pues el alma de Dimi era inaprensible.

Al cumplir diecinueve años, Juan Pablo lo mandó a Europa a estudiar la Normal de Profesores. Juan se hacía ilusiones de que Dimitri regresaría convertido en el maestro del pueblo.

Sánchez Román jamás tuvo maestro propio.

En Madrid, Dimitri pasaba sus horas en las bibliotecas, leyendo libros de aventuras y novelas, faltando obligadamente a clases o gastando las tardes en meditar sobre su cama casi sin moverse. Los autores del siglo diecinueve ocupaban su atención desde hace meses, el descubrimiento de Dostoievski estremeció su mente y agitó sus nervios. También transcurría sus horas entonando viejas melodías mexicanas y valses españoles en una diminuta flauta dulce.

De por sí, Dimitri era un temperamento nervioso e hipersensible. Cualquier evento que ocurría alrededor de su vida era procesado y modelado hasta el infinito por su imaginación imparable. De modo que la menor situación o el contacto con algún individuo sin la más mínima importancia, desataba en Dimi un complicado mecanismo imaginativo que trasformaba los eventos y las personas, magnificando ciertos detalles y minimizando otros. Añadiendo colores que no estaban presentes en sus cuadros mentales, poniendo ya más luz o más sombra a los paisajes internos.

Lo grave aparecía cuando esos coloridos cuadros psicológicos se rebelaban contra su creador, transformándose en fantasmas y demonios que lo acosaban.

Así es que en Crimen y Castigo, la primera novela de Dostoievski que cayó en sus manos, Dimitri se vio como en un espejo en el joven Raskolnikov, el protagonista dostievskiano. Al igual que el personaje principal del escritor ruso, Dimi era un estudiante pobre y torturado en una ciudad que le resultaba ajena.

Cuando Raskolnikov enloqueció y planeó matar a la usurera con un hacha, Dimitri temió que se le metieran ideas obsesionantes a las cuales sería incapaz de sacar de su cabeza. Arrojó su Crimen y Castigo en el fondo de su buhardilla e interrumpió su lectura, sufriendo singulares angustias y miedo a perder la razón, manteniéndose muchos días en vela.

Más tarde recuperó el libro para leerlo de una sentada en un solo día hasta el final, sin salir para nada de su habitación de estudiante.

Para cuando regresó a Sánchez Román, su pueblo natal en México, el temor a los personajes dostoievskyanos estaba superado. En estas vacaciones de verano se dedicaba por entero a leer Los Hermanos Karamazov, considerada la obra maestra del ruso y se encantaba con el libro.

La obra literaria del Maestro de San Petersburgo  le dio la idea de escribir su primera novela, desarrollada en el Occidente de México, donde se encontraba su pueblo.

Tímidamente, pues aún dudaba de sus dotes narrativas, redactó las primeras páginas. Pensaba recrear un personaje similar a su padre, un pastorcillo hijo de un escribano español y una india caxcana. Pero las obligaciones de sus estudios magisteriales lo alejaban de sus proyectos creativos y de sus lecturas, y él odiaba cada vez más la escuela. El magisterio era un compromiso abominable e ineludible. No sólo su hermano y su madre, sino toda la gente de aquel pueblecito del Sur de Zacatecas tenían sus esperanzas puestas en él. Sería el primer maestro de primaria nacido en Sánchez Román.

5

Dimitri se despidió de Margarita y de su hermano Juan Pablo. En el fondo agradecía que el verano concluyera y con él las vacaciones. Aunque tampoco le entusiasmaba volver al Viejo Continente.  Sentía a la vez culpa, pena y remordimiento al dejar a su familia en el pueblo y regresar a España. No creía merecerlo y tampoco le interesaba esforzarse con los estudios.

Los dos meses en Sánchez Román fueron plenos en tormentas diluvianas, ése año llovió como nunca durante días enteros. El río que descendía de la Sierra de Morones y desembocaba a la orilla de su pueblo, el cual el resto del año no era más que un hilillo inofensivo donde abrevaban las borregas y las vacas, se desbordo, inundando dos barrios completos. Llevándose ganado, pertenencias, desbaratando casas y arrastrando consigo a más de un cristiano, a quien no volvieron a ver.

Viejas querellas con su madre y hermano brotaron como el cauce desenfrenado del río de la sierra y las montañas. La vuelta de los recuerdos de su padre, al igual que los síntomas de una enfermedad recurrente y crónica, resurgieron tras años de desaparecidos.

En la figura de Dimitri, Margarita y Juan Pablo creían ver a un fantasma: Don Felipe, quien muriera dejándolos solos hace años.

Dimitri padecía el mismo carácter nervioso, el mismo desinterés por el mundo, las migrañas y la distracción excesiva. También era alto y encorvado como el padre, de iguales cabellos ondulados, la nariz ganchuda. Dimitri encaraba la imagen de Don Felipe: el caminar despacio, inclinándose al andar,  las pestañas  alargadas como deidad egipcia. La frente expandida y amplia, semejante a una aureola celeste. Por eso lo atacaban sin descanso. A Don Felipe no le gustaba hacer otra cosa más que  leer, pasar las horas pensando y mirando el vacío. Del mismo modo que a Dimi.

Cuando sus hijos apenas eran niños, don Felipe transfirió la responsabilidad de los animales al pobre Juan Pablo. Desentendiéndose por completo del trabajo como pastor.

La madre y el hermano volcaban su enojo sobre el hijo menor, como reclamándole al padre por dejarlos desvalidos, por no ser como el resto de los cabezas de familia del pueblo. De tanto leer libros a Don Felipe le salió un tumor en el cerebro. Quien pagaba el pato por aquel viejo odio era el joven Dimitri. Todo el coraje acumulado durante décadas vertido sobre él. Toda la ira guardada y el enorme amor malsano.

Cuando pensaba en su familia, Dimitri padecía esa ambivalencia y esa naturaleza doble y enredada. Al mismo tiempo que lo embargaba la nostalgia al recordarlos y echarlos de menos cuando se encontraba en Europa, rechazaba de facto la idea de siquiera encontrarse cerca de ellos. Nunca podía estar mucho tiempo con su mamá y su hermano sin odiarlos por pretender saber lo que era mejor para su vida.  Lo peor del asunto era que él mismo ignora precisamente qué debía hacer con su existencia. Si lo supiera, se decía a sí mismo, o si tuviera el valor, se iría del pueblo para siempre y no regresaría tampoco a la España que lo asfixiaba. ¿Pero a dónde huir…?

 

Dejó su triste Sánchez Román atrás. Un viaje en carreta hasta la ciudad de Guadalajara que resultó odioso, lluvias incesantes, mosquitos, hambre, pues apenas llevaba el dinero suficiente para su transportación. Dinero que debía, contra su orgullo irascible, recibir de la mano de Juan Pablo.

De la capital de Jalisco abordó un oxidado autobús de pasajeros hacia la Ciudad de México. Luego otro cacharro aún más viejo y lento rumbo al puerto de Veracruz. De ahí un barco mohoso hacia el Viejo Continente en un incómodo encierro marítimo de dos semanas.

Sólo le quedaban seis meses antes de graduarse como profesor normalista. Si conseguía mantener la suficiente paciencia, con el último jalón de la Normal podría quitarse de encima aquellos estudios y complacer a su hermano y a su madre.

6

Tras finalizar sus estudios de la Normal, Dimitri permaneció todavía un año más en España. Prestando sus servicios como maestro particular de español, literatura, latín y matemáticas. La verdad es que no deseaba volver a su pueblo natal. Evitaba reencontrarse con su familia por todos los medios.

Las cartas de  su hermano Juan Pablo se acumulaban desesperadas, solicitándole e incluso exigiéndole su regreso a Sánchez Román en México cuanto antes. La situación  política en su país era cada vez más tensa.

Era 1925. El gobierno pos revolucionario de Álvaro Obregón se esforzaba por doblegar a un feroz campesinado que luchó al lado de Francisco Villa, Emiliano Zapata y otros centauros durante la revolución.  La estrategia consistía en introducir el agrarismo y la propiedad privada dentro de las ancestrales comunidades de campesinos, donde agricultores y grupos indígenas siempre concibieron la propiedad colectiva como medio natural de sobrevivencia. De hecho se unieron a la lucha armada de 1910 con la esperanza de que continuara siendo así.

Por medio de la imposición de la propiedad  privada, Obregón pretendía dividir a un país plenamente rural y aguerrido, liderado por fieros ancianos e indómitos caciques indígenas que no creían de ningún modo en el gobierno oportunista.

La Iglesia Católica era el centro del debate. Los asesores de Obregón le aconsejaban fundar una iglesia mexicana independiente del  Vaticano y controlada por el Partido Revolucionario.

Tocados en sus intereses, los curas instigaban al pueblo para rebelarse contra el ateo y mal gobierno. Los sacerdotes, acosados, encarcelados e incluso pasados por las armas. Se suspendió el culto o se oficiaba misa en catacumbas y escondrijos.

El pueblo se solidarizó con los clérigos. La iglesia aparentaba ser el centro del conflicto, pero en realidad era el antiguo orden de campesinos e indígenas quien se preparaba para levantarse contra las innovaciones agrarias, la propiedad privada y el oportunista gobierno de Obregón.  La revolución no resultó lo esperado: Zapata y Villa fueron asesinados por sus propios compañeros de guerra. El mismo Obregón quien en 1912  marchó junto a Pancho Villa hacia la capital, mandó pasar bajo el fuego de la ametralladora a los legendarios Dorados del general chihuahuense. Luego, ordenó la emboscada donde moriría también el propio Centauro del Norte bajo el fuego  de más de ciento cincuenta detonaciones.

El conflicto religioso que se avecinaba, amenazaba con ser aún mucho más popular y más grande que la reciente revolución mexicana.

Juan Pablo pronto se puso del lado de los que ya se auto nombraban como cristeros. Un ejército rebelde de campesinos católicos, mestizos e indígenas, quienes enfrentarían al mal gobierno.

Vendió buena parte de su rebaño para seguir al general  Carlos Domingo: un viejo líder de ochenta años, mitad huichol y mitad mestizo. Quien en la década pasada mantuvo a ralla a los villistas, protegiendo del saqueo a las comunidades de Mezquitic, Huejuquilla, Colotlán y la Laguna de Monte Escobedo de los supuestos revolucionarios.

Desde muy joven Domingo se alquilaba como vaquero, pronto se rebeló contra los caciques de Mezquitic, matando en un duelo a muerte a uno de sus primogénitos de un solo tiro. Era temido por latifundistas, militares y agraristas. Contaban  que se arrojó al piso y desde el suelo baleó a su adversario, eludiendo las esquirlas enemigas.

Aunque ya tenía ochenta años, el anciano aún podía viajar jornadas enteras a lomo de su castrado Palomo y dar en el blanco con su pistola a gran distancia. La gente de la región prefería acudir a él en lugar de al gobierno para que les proporcionara justicia, consultándolo sobre asuntos familiares, de tierras y ganado. Era analfabeta y vivía en Popotita, un ranchito ubicado en los confines de la Sierra Huichola , Aunque solía moverse como por su casa a través de los territorios del Sur de Zacatecas, Durango, Aguas Calientes y el Norte de Jalisco.

Carlos Domingo odiaba a los revolucionarios. Mucho tiempo ansió colocar un tiro en el vientre del propio Pancho Villa, por permitir que sus Dorados saquearan y violaran en su territorio. Cuando decidió levantarse contra Obregón, toda la Sierra Huichola hirvió como una cazuela de azufre para seguirlo. Hordas de tepehuanos, huicholes, mejicaneros y mestizos se sumaron fielmente a su avanzada, siguiéndolo a favor de los Cristeros. Grupos enteros de diverso origen étnico y cultural que hasta entonces se mostraban recelosos o neutrales frente a la Revolución Mexicana, se alzaron al fin para seguir al anciano líder.

Juan Pablo lo conoció cuando llevaba sus ovejas a la Sierra de Morones a pastar. En una ocasión un grupo de villistas rezagados intentó asesinarlo y robarle sus animales, no sin antes pretender violarlo para luego colgarlo.

Los forajidos lo sorprendieron mientras orinaba en un río, lo apresaron y desnudaron, divirtiéndose humillándolo. Juan creía que estaba perdido, que moriría tras ser ultrajado su cuerpo y se llevarían sus animales.

Entonces apareció el viejo huichol con parte de su contingente. Domingo odiaba a los villistas por sobre todas las cosas, también era un hombre justo. Sus huicholes y tepehuanos se lanzaron sobre los forajidos tras un solo gesto del anciano y pronto pasaron por sus machetes a los villistas.

Juan Pablo quedaría fascinado con la figura del anciano, algo así como un Moisés belicoso, un guerrero del Antiguo Testamento, el esperado líder del Pueblo Elegido. El padre que nunca tuvo y a quien deseaba seguir hasta la muerte.

Margarita, igual que mucha gente de Sánchez Román, apoyaba a los Cristeros y a su guerra. No se opuso  a que su primogénito los siguiera.  Creía que debía lucharse a favor de la iglesia y de los hombres de Dios. Para ella como para la mayoría de la gente del pueblo, se trataba de una guerra a favor de Cristo y de la Virgen María.

De hecho la mujer necesitaba que Dimitri regresara lo antes posible para trabajar como  maestro del pueblo y colaborar con los gastos familiares y de la lucha.

7

Dimitri se negaba a responder o siquiera abrir la correspondencia que llegaba de su país. La dejaba acumular sobre su escritorio saturado de libros y papeles y luego la sacaba de su buhardilla en alguna bolsa junto con la basura. Sólo sabía por los periódicos que el conflicto con la Iglesia en México crecía hasta resultar incontrolable para el gobierno. Dejando una gigantesca estela de muertos entre las filas de católicos y agraristas.

Se enteró que su hermano dejaba Sánchez Román para internarse en los confines de la sierra, siguiendo a una columna de cristeros liderados por un centauro indígena. Supo de las  derrotas infringidas a los rebeldes, también de sus triunfos por sobre las tropas oficialistas. Seguía el curso de la guerra tratando de no enterarse de los acontecimientos, pero recibiendo noticias por medio de los diarios y de algunos camaradas mexicanos quienes lo enteraban de la situación en su país de cualquier modo. Por todo el mundo se sabía del movimiento liderado por los católicos revolucionarios.

Por su parte, además de las clases particulares que impartía para sostenerse en Europa, sus principales energías continuaban encausadas en la lectura de sus escritores favoritos. En ese entonces descubrió a Charles Dickens y a Jack London, embebiéndose con todas su obras. También trabajaba en sus tiempos libres en la novela que traía entre manos desde el último viaje a México.

Lo único que le interesaba de la vida eran las lecturas de sus autores predilectos y la creación de su obra, que por entonces llegaba más allá de las ciento cincuenta cuartillas redactadas a mano. Poniéndolo feliz con el avance de su escritura implacable.

Aquellos largos meses en Madrid después de finalizar los estudios como normalista y de que comenzara la Guerra Cristera en México, se volvieron más de un año fuera de su país.

Sin saberlo, o sin ser muy consciente de ello, el joven zacatecano se buscaba a sí mismo, ignorando a dónde lo llevaría aquel deambular errático o en qué lugar terminaría.  Empero, alguna luz aparecía gradualmente en la nebulosidad de su existencia y algo comenzaba a encontrar. Con cada página escrita, arrancada, tachonada, vuelta a corregir o a reescribir, algo de una anhelada y desconocida tranquilidad le llegaba, en oleadas breves pero alentadoras.

Buscando la inalcanzable perfección  en la escritura, el joven pastorcillo también adelantaba en su camino personal. Lo que iba dando como resultado, además de una obra literaria que no pedía nada a otras de su tiempo, era el desarrollo y la construcción de su propia imagen ante sí mismo como escritor. Inscrita en sus células, en sus emociones y en toda su corporeidad. Obtenida con muchos trabajos y sacrificios. Brindándole una creciente seguridad en sí mismo que jamás tuvo, reflejada en sus pasos, en su habla y en sus manos que escribían incansables. Volviéndolo paulatinamente más entero, más confiado, más seguro y tranquilo.

Nunca antes tuvo aquella certeza, mucho menos la constancia absoluta de la importancia de saber quién es uno, cuál es su sitio, cuál su misión y lugar en el universo. Cosa que ni en el trabajo como campesino en Sánchez Román, ni mucho menos  en los estudios de normalista encontraba.

-¿Cuántos años tienes?

Le preguntó aquella mujer, elegantemente vestida y más alta que él al contemplarlo de pié en la entrada de su apartamento en Madrid. Era la viuda de un abogado que trabajó como secretario personal del Rey de España. Quien muriera durante una misión especial en Marruecos, dejándola sola con sus hijas.

Alguien le proporcionó  las referencias de Dimitri y lo mandó llamar para contratarlo como profesor de español y latín de sus dos hijas adolescentes.

El joven mexicano llevaba los zapatos agujereados en las puntas, metido en un grisáceo  traje a rallas bastante pasado de moda. Un intelectual joven y pobre, a leguas. Pensó la viuda.

-23.

Respondió el muchacho.

-¿¡Tus lecturas de cabecera…!?

Volvió a interrogar la española con cierta autoridad.

El joven no atinó a distinguir si aquello consistía en pregunta, afirmación, presunción o insulto. ¿A qué profesor se le preguntaban sus libros predilectos antes de contratarlo? ¿Qué debía responder ante aquello?

Guardó silencio sin atreverse a decir nada

-¿Que cuáles son tus autores favoritos muchacho…?

Casi gritó la mujer exasperándose, con un marcado acento castellano. Descomponiéndosele los gestos por la explosión emocional.

De aquel estado casi natural de fémina altanera, se entrevió una juventud deliciosa, oculta bajo la máscara de seriedad de ex esposa de diplomático. Mujer culta con bastante mundo.

Dimitri descubrió por un instante que la mujer era más joven de lo aparentado. Los ojos color aceituna, pómulos esculpidos con obstinada intencionalidad, la cara afilada delicadamente hasta terminar en una fina barbilla. Sobre todo su piel, de un moreno pálido, gitano o moro, mantenía un brillo y una, que se antojaba como tersura irresistible al tacto. Cuando llegase el momento de acariciarla toda.

Se llamaba Edna Ituarte, dama bastante conocida en la sociedad madrileña de los veintes.

-¡Platón, la Biblia, Santo Tomás….!

Recitó Dimitri como autómata. Ocultando sus verdaderos gustos. Temiendo ante todo encontrarse con tradicionalistas ideas y prejuicios con respecto a los libros proscritos de su preferencia, que lo alejarían de la posibilidad de obtener el necesario trabajo. Escondiendo su afinidad por autores aventureros, jugadores y autodidactas como los suyos.

-¡Demasiado conservador…!

Profirió la mujer, dirigiéndose a sus hijas, quienes se encontraban sentadas al lado, como las damas de compañía pertenecientes al séquito de una gran reina: su madre.

-Parece buena gente.

Increpó la más joven, de ojos azulados y coquetos. Su nombre precisamente era Azul, como el color de aquellos ojos enormes que tendían hacia el violeta y horadaban curiosos la silueta y la personalidad del mexicano. Algo había en Dimitri que atraía a la muchacha. Tenía doce años.

La otra muchacha sólo atino a sonrojarse en demasía, hasta que el rubor le llegó al nacimiento del cabello en la hermosa frente amplia y clara. Se llamaba Dolores. Lola. Era una año mayor que Azul, aunque bastante más tímida y reservada que ella. Al parecer el joven pastorcillo y escritor resultaba interesante a las dos chicas.

-¡Dickens, Hugo, London, Dostoievski…!

Se animó a confesar Dimitri ante la simpatía que igualmente a él provocaban las mujeres.

Se sentía en la atmósfera un ambienten de atracción inmediata.

-¿Cómo?

Preguntó la señora, poniéndose de pié y sorprendiéndose. Ahora sin saber ella si lo que le lanzaba el mexicano era un cuestionamiento o el fragmento de un idioma extinto, articulado bajo el efecto de un delirio místico.

-¡Que mis escritores predilectos son Dickens, Hugo, Dostoievski y Jack London!

Las tres mujeres estallaron en carcajadas, que a pesar de su violencia e histerismo resultaban agradables a los oídos del mexicano. Música o campanas que nunca antes sus oídos solitarios  atrajeron, ni mucho menos captaron.

No evito pensar que se burlaban de él, de sus autores predilectos y autodidactas como él mismo, de su traje de estudiante pobre y extranjero. Tomó su portafolio y caminó hacia las escaleras, agachado, dispuesto a retirarse. Avergonzado y algo triste, pues al instante había gustado de la compañía de las tres damas. Esperanzado por un minuto con la posibilidad del trabajo y de su amistad. En Europa se encontraba tan solo y necesitado de alguien.

-¡Que se va mamá…!

Grito Dolores por primera vez, rompiendo el tímido silencio en que habitualmente vivía.

-¡Óigame, no le he pedido todavía que se retire. London, Dickens y Dostoievski se encuentran entre nuestros autores predilectos también…!

Dimitri permaneció congelado en el pasillo, hacia las escaleras que lo llevarían de nuevo a la calle y se quedó mirando a la española con los ojos muy abiertos.

La viuda se aproximo, marcando los tacones nerviosos a cada paso. Enfocándolo también ella con su mirada transparente, abriendo sus ojos aceitunados aún más grandes. Su mirada por fin  reveló a una mujer en extremo sincera, refinada y fuerte, con bastantes experiencias de la vida reunidas en su haber. En un lapso mínimo de silencio en que se encontraron el mexicano y ella, se traslució desde sus ojos una tendencia inocultable de temperamento cálido, incluso ardiente y pasional por parte de aquella mujer mayor que él.

-¿Quiere quedarse a trabajar con nosotras? Necesitamos un maestro particular de gramática y álgebra.

Casi suplico la viuda antes que Dimitri abandonara su apartamento.

Aquella mujer, la viuda, Edna.

8

Al fin se animó a destapar algunas de las cartas enviadas por su hermano desde México. Además de descubrir horrorosas faltas de ortografía y una redacción de campesino casi analfabeta, quien escribía prácticamente como hablaba en su cotidianidad, se enteró descifrando en aquellos barrocos mensajes del desarrollo de la guerra

Los Cristeros avanzaban en sus triunfos, poniendo cada vez más en jaque al gobierno de Obregón. Se preparaban elecciones en su país y era seguro que el sucesor sería Plutarco Elías Calles, un monigote designado por Álvaro Obregón, para gobernar en su nombre.

Durante un tiempo pareció que los rebeldes católicos ganarían la guerra.

El ejército de Carlos Domingo había emboscado a las tropas federales en tres ocasiones, haciendo uso de la caballería de manera magistral, al frente de la cual se encontraba ya su hermano Juan Pablo.

Los federales se confiaron al inicio, creyendo encontrarse ante las simples escaramuzas de bandoleros inexpertos. Pero las estrategias del cacique huichol los tomaban por sorpresa. En tres ataques definitivos, los Cristeros resultaron victoriosos  bajo el mando de aquel centauro huichol entre la Zona Norte de Jalisco y el Sur de Zacatecas.

Juan Pablo se convirtió en el brazo derecho del anciano líder, encabezando su caballería de más de doscientos jinetes experimentados. Quienes lo mismo blandían el machete y el sable por sobre los cráneos rapados de los agraristas, que disparaban desde sus jamelgos atinando en el   blanco con sus fusiles, marchando a más de cincuenta kilómetros por hora.

Juan Pablo daba muestras de una inteligencia y astucia para luchar y sobrevivir poco conocida.

Así era Juan, pensaba Dimitri, siempre supo superar las peores dificultades, pelear y sortear obstáculos en apariencia infranqueables para los otros. Por eso la gente admiraba su fuerza y lo seguía a donde quiera. Ojalá no le pasara nunca nada al exponer constantemente su vida y lograra salir con bien de aquella empresa. Volvió a pensar el hermano menor.

Sintió un dejo de nostalgia, también de pena por encontrarse del otro lado del Océano Atlántico y no apoyar en lo absoluto las causas de su hermano y su madre. Afortunadamente  para él, la nostalgia sólo le duró unos segundos. Nada de lo que sucedía en México lo convencía del todo.

Carlos Domingo pronto envió a Juan Pablo a realizar diversas misiones especiales en beneficio del ejército rebelde. Marchó disfrazado en un tren a la ciudad de México, viajó a Guadalajara, a Aguascalientes y Lagos de Moreno. En busca de apoyo financiero, municiones, alimentos, medicinas  y caballos proporcionados en secreto por diversas familias católicas del Occidente de México.

El movimiento Cristero crecía, extendiéndose paralelamente en otros estados de la República Mexicana, convirtiéndose en una red de apoyo bastante eficaz para los insurrectos. Desde el Norte hasta el Sur del país había levantamientos o financiadores dispuestos a colaborar. Multitudes de asociaciones católicas, grupos de oración, ligas guadalupanas y legiones de campesinos e indígenas se sumaban cada día a los ejércitos cristeros. Sea como guerrilleros voluntarios, con su apoyo financiero, en especie o moral.

Nada de esto parecía impresionar, mucho menos atraer el interés de Dimitri. Su vida se concentraba en la creación de su obra, de la cual ya se vislumbraba el final. Alguien lo contactó con un editor en España y este se interesó por su historia. Tras leer parte de los avances de su novela prometió publicársela.

Por las mañanas escribía desde las cinco, cuando se levantaba, tan sólo tomando un breve descanso para almorzar algo a las once. En las tardes se dirigía a la casa de la viuda y transcurría las horas en compañía de aquellas mujeres. Llevándoles cada día lecturas novedosas, planteándoles preguntas incisivas y ayudándolas a reflexionar. Dimitri resultó para ellas un maestro demasiado singular, que aplicaba el método socrático, les compartía nuevos autores y propiciaba en ellas el desarrollo del pensamiento crítico.

Edna, la señora, solía quedarse en la sala mientras tejía o leía algún libro, participando pasivamente, aunque con no menos interés en las clases. Escuchando las disertaciones del mexicano, las participaciones de sus hijas, o acompañando con su risa alguna broma gastada por parte de las chicas hacia Dimitri.

De pronto al mexicano se le hacía indispensable asistir diariamente a la casa de las mujeres, y ellas también lo extrañaban cuando no estaba o llegaba tarde a las sesiones.

La viuda y sus hijas vivían de una pensión que el gobierno Español les asignara desde la muerte del esposo. Con los cambios de gobierno, Edna y su familia comenzaron a perder sus privilegios. Como su marido había sido un personaje cercano al Rey, al perder el monarca parte de su popularidad, también la gente cercana a la aristocracia española, como la viuda, sufriría con la suspensión de los apoyos económicos de los que vivía.

 9

Carlos Domingo mandó a la caballería agazaparse y esconderse en los linderos del valle de Monte Escobedo. Fuera de la vista del enemigo.

Por su parte, Juan Pablo  había diseñado unos cañones construidos con grandes tubos de bronce, otrora utilizados para transportar agua potable. Aquellos cilindros enormes eran rellenados  con pólvora, clavos, tornillos, arena, piedras de hormiguero y cualquier fragmento metálico que pudiese introducirse por sus bocas. Posteriormente, el pastor los hacía detonar con la ayuda de una mecha fabricada con hilachos y resina cruda de pino. Una vez encendido su rudimentario dispositivo activador, aquellos dragones de bronce vomitaban una pesadilla de fuego, piedras, arena y metales derretidos. Que se impregnaban e incrustaban en los cuerpos del enemigo, amedrentándolos, quemándolos e hiriéndolos sin remedio hasta sembrar el caos en sus filas.

Juan Pablo se ocultó junto con otros 150 jinetes en los linderos del valle, donde comenzaban los robledales y bosques de pinos gigantes de la Sierra de Monte Escobedo. A unos cuantos kilómetros de una comunidad conocida como el Mortero, perteneciente al estado de Zacatecas, en la frontera con Jalisco. Bajo aquellas coníferas inmensas y raras, sobrevivientes de la Edad de Hielo, Juan  Pablo y sus jinetes se resguardaron llevándose doce cañones de bronce.

Desmontaron sus animales, manteniéndolos muy cerca de las tropas para poder utilizarlos en cualquier momento y cubriéndose con ramas.

Al fondo del valle, Carlos Domingo y 400 miembros de su infantería se alinearon ordenadamente, preparándose para hacer frente al ejército federal.

Alguien dio el aviso en el campamento de las tropas gubernamentales donde pernoctaban tranquilamente las fuerzas de Obregón y varios centenares de mercenarios agraristas pagados a sueldo.

El huichol y sus cristeros los esperaban para entablar batalla. Juntos, los hombres del gobierno y sus aliados sumaban 800 efectivos contra los cuales se enfrentarían poco menos de seiscientos cristeros, no del todo bien armados. Por lo menos no igual de bien armados que los soldados profesionales, financiados y equipados con dinero de la nación.

Muchos de los guerrilleros de Carlos Domingo eran indígenas tepehuanos y huicholes quienes vestían taparrabos y andaban descalzos. Armados con arcos y flechas, lanzas y cuchillos de montaña. Sus torsos desnudos constituían un blanco fácil para los modernos rifles de los federales. Empero, una vez enzarzados en la lucha cuerpo a cuerpo con el enemigo, los habitantes de la sierra eran diez veces más letales que un soldado raso, mal pagado y poco curtido en la vida de la montaña.

Los federales se adentraron en el valle con lentitud y vacilantes. No les faltaban pocas razones para temer encontrarse próximos a una trampa.

Un comandante de los gubernamentales, de enorme cráneo triangular y rapado el casco por completo, olisqueó la atmósfera, temeroso de una emboscada.

Frente a ellos se encontraban formados en perfecto orden los hombres de Carlos Domingo, aguardando por el enfrentamiento.

El centauro apareció delante de sus filas. Ataviado en su calzón de manta blanco y con un abrigo de lana diseñado expresamente para él por una anciana tepehuana. Portando un enorme y elegante sombrero de manufactura wixarika, con centenares de colguijes pendiendo de sus alas, su tamaño y envergadura indicaban un elevado rango a nivel espiritual entre los brujos indígenas. Los ancianos de las comunidades de la Sierra Huichola se lo entregaron para que lo protegiera durante la batalla.

La gente de sus filas lucía sus calzoncillos blancos también de manta, guerreros adornados con  plumas, penachos y pintura ritual. Armados con prolongadas lanzas de más de dos metros de longitud, macizos arcos de cornamenta de venado y agudas saetas de mezquite. Fusiles y antiguos mosquetes de un solo tiro, listos para dispararse sobre el enemigo.

El ejército federal se les aproximo en silencio y a paso lento. Cuando pasaron junto a las arboladas donde Juan Pablo y su caballería se encontraban ocultos, se escucharon varios estruendos.

Las doce bocas de los cañones escupieron al unísono su aliento de lumbre, metal y roca hirviente sobre los vulnerables flancos del ejército de Obregón,

Los fragmentos al rojo vivo, la arena y rocas derretidos se incrustaron en sus cuerpos, encendiendo sus ropas, perforando sus carnes y haciendo cundir el pánico entre las filas de los gubernamentales.

Los cañones atronaron tres veces más, hiriendo al enemigo, achicharrándolo y rompiendo sus filas.

De entre los árboles emergió la caballería cristera, encabezada por Juan. Los jinetes dispararon sus fusiles sobre los agraristas, los empalaron con sus lanzas o blandieron un filoso machete por sobre las cabezas rapadas de los soldados enemigos, abriéndoles el cráneo como  cocos fracturados.

Al fondo del valle, la infantería cristera aún no se movía ni chocaba con los federales.

El castrado de Carlos Domingo relinchó, elevándose sobre sus dos patas traseras, aspirando el aroma del inicio de la batalla, contagiado por la adrenalina, el olor de la sangre y la pólvora que ya cundía y se propagaba en todo el terreno.

El anciano levantó el brazo en señal de fuerza. Tenía ochenta y dos años de edad. Sus hombres, mestizos e indígenas, lanzaron un feroz grito de apoyo a su líder que rebotó haciendo eco en las montañas cercanas. El centauro miró al cielo con sus profundos ojos grises, se encomendó a sus dioses antiguos y extrajo su sable del cinturón. Entonces dio la señal de ataque.

La infantería cristera se precipitó sobre las unidades del gobierno, que, desorientadas por los ataques laterales y el fuego de los cañones, los recibió en desorden. Se escucharon bastantes disparos en ambos bandos, pero la mayor parte de la lucha ocurrió cuerpo a cuerpo.

Desde el flanco del ejército enemigo, Juan Pablo propiciaba incesantes y mortíferos golpes con ayuda de sus hombres. Un indígena de origen náhuatl: Martín Pescador, había sido asignado por Carlos Domingo como su guardaespaldas personal. Desde su cabalgadura, el indio no dejada de disparar una flecha tras otra y no se le despegaba al joven pastorcillo. Debía protegerlo por sobre todas las cosas y responder con su vida por la de Juan.

La caballería siguió girando, atacando, regresando y volviendo a golpear a los agraristas, avanzando, penetrando sus costados y aplastándolos cada vez más. Por su parte, las unidades federales perdían gradualmente lo poco de formación que les quedaba, cayendo en el desorden total, el pánico y la desesperanza, preludio de la muerte y la derrota absoluta.

Juan Pablo utilizaba un prolongado sable español bastante filoso para abrirse pasa por entre las angustiadas cabezas de los agraristas, abriéndoles el cráneo o decapitándolos. A su lado, Martín Fierro no cesaba de disparar sus saetas a diestra y siniestra.

Alguien derribó a la yegua de Juan, en realidad la bala iba dirigida a su pecho pero erró el blanco, haciendo saltar los sesos ensangrentados de su montura. El pastor rodó hasta el suelo, lastimándose el cuerpo. El comandante de los federales se disponía a atravesarlo con su bayoneta cuando lo detuvo una flecha del arquero indígena. Veinte soldados del gobierno se precipitaron sobre el líder de la caballería cristera. Juan derribó a tres de ellos con su espada. Los demás se le vinieron encima. Martín Pescador disparó cinco flechas más, cegando cinco vidas de aquellos soldados pelones. Se arrojó sobre ellos desde su caballo tordillo pura sangre, con su enorme cuchillo curvo desenvainado. Degolló de un golpe a un oficial del gobierno. Luego cayeron más y más federales sobre ellos hasta que todo se volvió una masa confusa de carne, sangre y hombres sin sentido.

Desde el frente del valle, Carlos Domingo iba reduciendo las filas de los federales, pisando con sus cascos y sus hombres encima de los enemigos muertos. Capturando prisioneros, rematando gente con el tiro de gracia. El anciano estaba feliz, preso de un frenesí por el triunfo de la batalla que contagiaba a sus tropas y se extendía entre los hombres, infundiéndoles un ánimo creciente hacia el fin de la lucha.

Cuando uno de sus oficiales tepehuanos, un indígena de considerable estatura, oscura piel y facciones aguerridas, armado con una poderosa lanza, le avisó que ganaban la batalla, aún no se imaginaba la suerte que habían corrido el joven pastorcillo y su guardaespaldas, al caer heroicamente en medio del combate.

10

No fue sino hasta un mes más tarde cuando Dimitri recibió la noticia de la muerte de su hermano. El mismo día que recogiera un adelanto por las regalías de su novela, al fin culminada y entregada a su editor.

El triunfo que significaba obtener unos buenos ingresos económicos producto de su primer libro se veía oscurecido por la violenta y trágica pérdida. Casi media hora después de depositar junto con sus pocos ahorros en una cuenta de banco las pesetas entregadas por el editor, recibió la misiva desde México, redactada a mano por el secretario de Carlos Domingo. Era un solo párrafo corto, contundente y desgarrador:

“URGE VENGA A HUEJUQUILLA EL ALTO EN MÉXICO CUANTO ANTES. CUERPO DE SU HERMANO SE PERDIÓ, PARA RECOGER LA CABEZA DEL OCCISO…”

Tan sólo la cabeza de Juan Pablo y de Martín Fierro dejaron los federales antes de ser vencidos por los cristeros.

Aquella batalla triunfal resultó de cualquier manera  un triste capítulo para las tropas de Carlos Domingo. Juan Pablo era conocido y amado por sus compañeros y su muerte fue bastante llorada y sufrida tanto por mestizos como por indios.

Para entonces, Edna y sus hijas, ya no contaban con recursos económicos para pagar las clases particulares que les impartía el mexicano. Se habían mudado a un barrio bastante popular e instalado en un apartamento mucho más modesto y pequeño. Contando a penas con el mínimo presupuesto para rentar un mugriento piso y costear, no sin esfuerzos, sus alimentos.

A pesar de todo Dimitri seguía asistiendo con ellas todos los días. No le importaba que no tuvieran para remunerarle sus clases privadas. Necesitaba de su compañía diaria por sobre todas las cosas, de sus risas, chistes, conversaciones. También, inexplicablemente, se sentía urgido de la presencia constante y ardiente de Edna, la viuda. Su silueta sentada todos los días a unos metros suyos, alimentaba su vista famélica y carente de sensualidad. El aroma de las finas fragancias de la viuda nutría su olfato, otrora carente de amor, muerto de hambre de feminidad y del perfume marrón emanado desde el sexo femenino.

Notaba que la mujer se arreglaba cada vez más para esperarlo y sentarse junto a sus hijas a escuchar la clase. El rostro anteriormente áspero y amargo de la viuda se iluminaba nada más con ver a Dimitri aparecer en la entrada de su apartamento. En poco tiempo, con la ilusión de la llegada de profesor mexicano, Edna florecía cual gardenia irrigada y fertilizada con una nueva ilusión. Aunque era cinco años mayor que el joven escritor.

Y Dimitri sentía ahogarse el pecho con los propios latidos de su corazón nada más de verla. No estaba del todo seguro de ser correspondido, aunque había señales inequívocas como la amabilidad, la sonrisa y disposición por parte de Edna.

Aquel día se sentía confundido y desolado. La misiva desde México avisando de la muerte de su hermano, la emoción por la publicación de su libro opacada por la triste noticia. Todo era una mescolanza de sentimientos: tristezas, alegrías fugaces, depresión, frenesí, regocijo, desesperanza.

Subió por la escalera que le llevaba al modesto apartamento de las mujeres. Se aproximó a la puerta encontrándola entreabierta.

La viuda se hallaba sentada, sola, en la pequeña sala de aquel piso, con la maciza pierna cruzada sobre la otra. Arreglada con vestido de fiesta, elegantemente maquillada y peinada. Aguardaba por él.

-Esta vez no están las niñas en casa….

Dijo ella al despegar los ojos aceitunos de su lectura. De la pasta que sostenían sus manos se leía el título de la obra leída: Martín Eden, de Jack London. Enfocando a Dimitri con aquellas piedras lunares color verde.

Envolviéndolo y devorándolo con sus globos oculares preciosos.

11

 

Colgados

 

Los indios que seguían a Carlos Domingo  salaron las cabezas de Juan Pablo y Martín Pescador para preservarlas. A sabiendas que los restos del arquero de origen náhuatl, quien diera su vida defendiendo al comandante de la caballería cristera, no serían reclamados por nadie. Así morían los indios en la guerra y en la vida: una vez caídos en combate, sus cuerpos eran abandonados en el campo, a lo mucho cubiertos rápidamente con rocas y ramas para evitar que los zopilotes los picotearan. Muchos de ellos ni siquiera recibían aquella sepultura, improvisada sobre su despojos. Olvidados y sin ningún ritual fúnebre ni oración en pos de sus almas. Condenados a agusanarse en el olvido.

Una vez saladas, ambas cabezas fueron secadas al sol para evitar que se pudrieran. Sahumadas más tarde durante veinte horas sobre brasas de nogal. Tras recibir aquel tratamiento casero, casi culinario, los restos disecados de los guerrilleros se depositaron en la catedral de Huejuquilla el Alto, una pequeña ciudad ubicada en el extremo norte del Estado de Jalisco, en la entrada de la Sierra Huichola. Ocultadas por el capellán de la iglesia bajo unas lozas de cantera para que nadie las profanara. Con la consigna de  entregarlas a la propia madre o al hermano del pastorcillo cristero.

Las fuerzas de Carlos Domingo se desplazaron rumbo al poblado de Jalpa,  ciudad no muy grande, ubicada en el Sur de Zacatecas, en los límites con Jalisco. Donde contaban con la totalidad de su población como simpatizantes y seguidores de los cristeros.

En Jalpa aguardaron una semana por la llegada de un nuevo elemento: David Quintero, indígena originario de Sonora, de la etnia rarámuri, quien comandaba un contingente de trescientos guerreros tarahumaras, yaquis y mayos. Provenientes del norte del país, quienes juraron unirse a la causa de Carlos Domingo.

Al séptimo día arribó a la ciudad la columna de jinetes liderada por Quintero. Sus hombres armados con arcos, flechas, rifles y lanzas, habían cabalgado más de setecientos kilómetros en un día y medio de marcha forzada para encontrarse con el centauro cristero.

De Quintero se decía que era brujo y curandero. Que solía lanzar sortilegios malignos a sus enemigos antes de hacerles la guerra. Con sus hombres se unió a una rebelión apache en california, la cual sembró la muerte y causó muchas bajas entre los soldados norteamericanos antes de ser sofocada. Su ejército se dedicaba lo mismo al pillaje y el atraco que a las causas revolucionarias y el anarquismo de libre ideología. El abuelo de Quintero luchó al lado del cura Miguel Hidalgo en la Guerra de Independencia poco más de cien años atrás.

El ejército cristero se dividió expresamente en dos fuerzas. La infantería que ya superaba los seiscientos hombres marchó con Carlos Domingo a la cabeza, haciendo un rodeó hasta la ciudad de Zacatecas. Donde también contaban con sobrados simpatizantes y benefactores.

Por su parte, la caballería ahora liderada por Quintero se internó en la Sierra de Morones.

Se reencontrarían en Villa Hidalgo, una ciudad ubicada justo en el medio de los Estados de Zacatecas y Aguascalientes. Donde tenían su base desde hacía meses gran parte de las fuerzas federales.

Una vez arrasada Villa Hidalgo y arrebatada a los gubernamentales, los cristeros marcharían sobre la ciudad de Aguascalientes para hacerla suya. El objetivo último de todos aquellos movimientos era aproximarse  lo más posible a Guadalajara y atacarla tras apoderarse de la Capital Hidrocálida.

Cerca de la ciudad de Zacatecas, Carlos Domingo se abasteció de parque y víveres. Con su infantería de a pié marchó al fin sobre el rumbo de la ciudad de Aguascalientes. En Villa Hidalgo los federales ya sabían que la infantería cristera se dirigía a paso veloz hacia ellos y se dispusieron a la defensa. Ignorando que una caballería de más de cuatrocientos jinetes comandada por Quintero remontaba la Sierra de Morones para caerles por la espalda.

Los dos ejércitos se encontraron un domingo de semana santa  por la mañana, mientras la población de Villa Hidalgo aún dormía.

Carlos Domingo organizó una poderosa falange de ciento cincuenta lanceros indígenas: nahuatls de los bosques de Colima, huicholes y tepehuanos de la Sierra de Jalisco y Durango, quienes serían los primeros en embestir a las fuerzas federales. Armados con prolongadas estacas  de más de dos metros, talladas en el tronco de forzudos robles y pinos nacidos en la Sierra Wixárika.

Aquellas falanges indígenas emulaban, sin saberlo, las unidades macedonias que otrora siguieron a Alejandro Magno rumbo a Oriente.

Los lanceros huicholes y tepehuanos arrojaron una lluvia proyectiles sobre las primeras filas del ejército federal. Así comenzó la batalla. Luego embistieron con una segunda y tercera lanza portada por ellos, empalándolos igual que mariposas o escarabajos disecados. Actuando de manera semejante a un solo  y mortífero puercoespín.

El resto de la infantería cristera se dividió por órdenes expresas de Domingo, saltando tras una señal del anciano líder sobre ambos flancos de las tropas federales.

Una vez producido el primer y el segundo impacto entre ambos ejércitos, el cual no resultó en absoluto suave para los federales y agraristas, Carlos Domingo, quien se encontraba al frente de los lanceros, ordeno a sus falanges indígenas retroceder. Haciendo creer al gobierno que se batían en retirada, ilusionándolos con un triunfo que no sería más que una trampa asesina.

Ingenuos, los federales empujaron más y más a las filas cristeras, sin darse cuenta que al hacerlo, quedaban envueltos por el abrazo letal de las fuerzas del centauro. Perdiendo también su formación y desordenándose gradualmente conforme avanzaban, creyendo hacer retirarse a los cristeros.

A los cuarenta y cinco minutos de iniciada la lucha, la caballería liderada por el brujo rarámuri emergió de las montañas de Morones para arrasar la retaguardia obregonista. Sus jinetes iban semidesnudos, ataviados con plumas, penachos y pintura de guerra. Podían arrojar una flecha tras otra desde sus jamelgos o disparar sus rifles al mismo tiempo que sus monturas se desplazaban a gran velocidad, confundiendo a los federales y penetrando sus filas. Atinando en plena marcha con sus dardos y mosquetes. Muchas de sus saetas habían sido mandadas ungir  con veneno de víbora de cascabel y coralillo por el brujo. Así es que si no mataban a los federales al atravesarles el corazón, lo hacían tras herirlos, intoxicándoles la sangre y el cerebro con su veneno reptil. Paralizando sus miembros y asfixiándolos al frenar con violencia sus funciones vitales.

Carlos Domingo volvió a la carga junto a sus lanceros. Con las astas por delante, las falanges cristeras embistieron de nueva cuenta a las tropas obregonistas. La infantería cristera presionó desde los flancos, envolviendo y oprimiendo al ejército del gobierno.

En minutos, el ejército del presidente Álvaro Obregón había sido rodeado por completo por la desaforada masa rebelde.

No tardarían más de una hora y media en encontrarse ambos líderes indígenas en el centro de un campo de batalla humedecido con los restos enemigos, alfombrado con los cuerpos, la sangre y las vísceras de dos mil federales masacrados.

12

Dimitri hundió su rostro en la cabellera perfumada y frondosa de la viuda. Precipitándose en una selva sin nombre, ni vereda alguna, ni salida. Aspirando el hálito de la piel en su cuello. Dejando rodear su nuca con aquellos brazos desnudos. A la vez que la envolvía a ella por la cintura bajo el ritmo atípico de una pieza de fox trot.

Se mecieron largamente a la luz de un salón de sociedad. Dimitri nunca asistía a lugares de esa naturaleza, no sólo porque le provocaban aversión, sino porque prefería invertir sus pocos recursos en libros, discos de acetato y comida. Sobre todo debido a que hasta antes de publicar su primer libro, siempre fue demasiado pobre y por demás tímido.

Esa tarde las hijas se quedaron en casa de una amiga. La viuda las envió con el consentimiento de ellas.

Lo esperaba sola, sentada en el sofá de su sala. ¿A quién impartiría Dimitri la sesión de literatura ese día? Realmente eso no importaba. En realidad la clase sería recibida más bien por el joven mexicano. ¡Le urgía!

-¿Quiere ir a tomar un café conmigo?

Preguntó Edna a un Dimitri por demás desconcertado y sorprendido.

Balbuceó un “me encantaría” salido de su boca sin abrir los labios en lo absoluto. La viuda captó sin dudas el sí lanzado por el escritor.

No sólo se sentaron en una terraza a beber té y pastel, sino que la viuda lo jaló hacia uno de los salones donde se ofrecían tardeadas con música en vivo, cantantes, bebidas y tapas. Era un ambiente festivo que hacía sentir a la gente como invitados a una celebración familiar, aunque en realidad pocos se conocían entre sí. O fingían no conocerse. Se bebía, bailaba y comía sin cesar, importando poco quien se encontraba al lado junto a la querida o la amante en turno.

El baile no consistía más que en un pretexto para abrazarla y estar cerca de ella. No importaban en lo absoluto los ritmos y músicas europeas tan de moda en España. La música que gustaba a Dimitri eran las viejas canciones rancheras compuestas durante el siglo diecinueve en su país, la mayoría de las veces por autores anónimos quienes no pretendían hacerse famosos ni ricos con sus  guitarras y melodías.

De niño aprendió a tocar la flauta de modo autodidacta, de la misma manera que sin guía ni tutor alguno había aprendido a redactar cuentos y novelas cortas desde los siete años. Sin ninguna escuela más que la lectura incansable de los escritores clásicos a quienes pretendía imitar.

Con su pequeño instrumento atraía a las ovejas y a los perros pastores del rebaño, los cuales gustaban de sus delicadas melodías.

Con la flauta interpretaba las humildes obritas que le eran tan entrañables, como La Adelita, Cielito Lindo, La Feria de las Flores. Bastándole aquellas piezas sencillas producidas por su pequeña flauta para alegrarse en su interior. Aventurándose de vez en vez con algo de Beethoven  o Mozart que aprendió de los curas en Totatiche en su época del seminario.

En Europa descubrió a Bach y le fascinaba interpretar  Tocata y Fuga, cuya versión le costó mucho esfuerzo lograr. Uno de sus compañeros de la Normal le descubrió unas partituras escritas por Nietzsche en sus pocos momentos de lucidez que lo fascinaron. Aunque ni siquiera soñaba en ponerse a tocar aquella música extraña e inquietante con su modesto instrumento.

Pero en esta ocasión la cintura de la viuda era su flauta o su clarinete más agradable y preciado, y sus movimientos, la música más sensual que su ser captara nunca antes.

Tomaron una bebida portuguesa servida en las rocas cuyo nombre Dimitri jamás escuchó mencionar y mucho menos pudo memorizar. Tenía un sabor a hierbabuena en extremo dulce que lo empalagó y un elevado grado de licor que se le subió hasta la frente. Al punto de desinhibirlo y hacerlo apretarse aún más hacia el cuerpo de la española.

Caminaron cogidos de la mano, sin saber cuándo se entrelazaron sus dedos de regreso al apartamento. Dimitri quería hacer algo, pero no se atrevía, hasta que la viuda lo tomó del cuello con cierta violencia y acercó su rostro a los labios del joven para devorárselos con un beso.

Aprendieron a hacer el amor, no sólo por la inexperiencia y el desconocimiento casi absoluto del mexicano, sino también porque la viuda llevaba más de dos años sin estar con ningún hombre. Dimitri osciló con ferocidad desde la inhibición sexual completa y la impotencia total debida a la timidez, hasta las volteretas interminables, rodando sobre el cuerpo de Edna y ella sobre él. Comiéndose los cuerpos el uno al otro, bebiendo sus fluidos y secreciones, penetrándose mutuamente por la boca, el sexo, el ano y los poros.

Las sesiones de español y latín se postergaban sin razón. Dolores y Azul debían salir por órdenes expresas de la española a visitar a alguna nueva tía o amiga  y perderse durante toda la tarde.

Al terminar las jornadas de precioso sexo, Dimitri le interpretaba infinitas melodías en su flauta, desnudo, cerrando sus ojos, concentrado y soplando sobre el instrumento mientras la viuda le escuchaba boca abajo sobre las sábanas. Sin ropa en lo absoluto, el culo compacto y henchido mirando hacia el techo, el rostro descansando sobre la almohada, adormecida en un trance hipnótico con aquel instrumento celestial.

13

Resultó de un modo tan natural que la viuda lo presentara ante sus amistades como su novio y al poco tiempo como su prometido, pues pasaban siempre todo el tiempo juntos. Leían, hacían el amor, caminaban junto con las niñas, escuchaban a Dimitri interpretar una nueva pieza en la flauta o comían acompañándose.

El mexicano prácticamente se había ido a vivir al apartamento de las mujeres. Escribía sobre su mesa y desayunaba con ellas, conversaban hasta que se llegaba el otro día y se reían los cuatro de cualquier cosa. Y cuando se quedaba a dormir encerrado en la habitación de la viuda, las chicas ya ni se sorprendían. También les leía lo que iba escribiendo y escuchaba sus comentarios al respecto.

Aquellos últimos meses en España fueron de los mejores que el triste pastorcillo viviera hasta ahora, sintiéndose por primera vez tan bien con aquellas mujeres, considerándolas más que su familia.

De su hermano, aunque lo hería ocasionalmente el recuerdo de su cabeza esperándolo en alguna parroquia del Norte de Jalisco, la verdad es que se detenía poco en su recuerdo gris. Con Margarita su madre eran aún más raros los minutos dedicados a meditar en su imagen. Los meses se hicieron casi un año más viviendo fuera de su país. En total dos años en el exilio voluntario fuera de Sánchez Román y lo más lejos posible de su familia.

Firmaron el acta de matrimonio civil con sus nombres: Dimitri Dávila y Edna Ituarte, en el momento que la española tenía ya dos meses de embarazo. Era imposible que con aquellas sesiones extenuantes de sexo en las que el mexicano terminara y eyaculara hasta dos o tres veces en las entrañas de la española, no aparecieran antes los síntomas de la preñez.

El escritor tenía muchos planes y estaba contento a pesar de todos los acontecimientos ocurridos en México. La Guerra Cristera estaba en su apogeo, parecía por momentos que los cristeros ganarían la partida al gobierno. El tema de aquella guerra le atraía inspiradoramente para comenzar una nueva obra. Su primer libro se vendía bien en el viejo continente, muy pronto lo traducirían al portugués y al italiano, brindándole nuevas regalías y recursos financieros para sostener a su familia.

Por primera vez en más de dos años fuera de México, volvió a sentir la necesidad de volver a su país. Al fin y al cabo ya no era el mismo sujeto inseguro, reprimido y temeroso que dejara el pueblo natal. Ya era un escritor de cierto prestigio, estaba casado con una atractiva mujer que lo quería, tenía dos hijastras no menos hermosas y pronto sobrevendría un nuevo hijo. Si regresaba a México con su familia, pensaba, no se quedaría mucho tiempo en Sánchez Román. Recorrería la Zona Norte de Jalisco y el Sur de Zacatecas recopilando testimonios, tomando apuntes y entrevistando informantes para escribir su nuevo libro. Probablemente se marcharían al poco tiempo, ya sea a la capital de Zacatecas o a la misma Guadalajara con el fin de iniciar una vida diferente. Siempre y cuando la situación en el país lo permitiera. Planeaba y meditaba sin cesar el joven escritor.

No tardaron en abordar un carguero rumbo a América, con destino a Veracruz, llevando su nueva familia, sus libros, su flauta y un nuevo miembro en gestación.

-¿De ónde sacaste esa gachupina?

“Gachupina”

Preguntará la India Margarita con un resentimiento arcaico.

Al mirar por vez primera a Edna, la anciana revivirá en su interior antiguas querellas y guerras perdidas, protagonizadas por sus ancestros caxcanes contra los españoles. Un caudillo indígena llamado Tenamaxtli se rebeló contra los conquistadores por los años de 1600. Apedreando y asesinando a muchísimos europeos. Dicen que la corona española  mandó a más de cien mil soldados peninsulares y guerreros tlaxcaltecas desde el centro de México con el fin de sofocar la insurrección. Diez años de guerrillas, masacres, linchamientos y hambrunas. Al final los caxcanes serían derrotados gracias a la fiereza de los indios tlaxcaltecas. Un triunfo de indígenas sobre indígenas, para beneficio de los conquistadores.

Edna encarnará la belleza y elegancia de los jinetes europeos, ataviados con sus armaduras y trajes de metal. Españoles castellanos, gallegos, vascos y catalanes. Detestados hasta la muerte, también amados y deseados en secreto por los indios de Zacatecas.

Al principio las españolas temerán  a Margarita por sobre todas las cosas. Luego se acostumbrarán a vivir en la misma casa que aquella indígena morena, arrugada y fría. Las niñas dormirán en la recámara que fuera de Juan Pablo, mientras que Dimitri y Edna se quedarán en el cuarto que fue del escritor desde la infancia.

-¿Ti casaste a la iglesia, Carajo…?

Volverá a cuestionar Margarita en repetidas ocasiones.

Lo llamaban “Carajo”, ella y Juan Pablo cuando querían humillarlo.

-¡No mamá…! ¡Por Dios…! ¡No…!

Responderá Dimitri, inseguro y dubitativo.

-¡Tónces tu unión no fue sellada por Dios…!

-¡No me importa…!

Balbuceará a penas el escritor. Sin atreverse aún a confrontarla ni a defenderse de ella.

La indígena permanecerá la noche entera despierta, parando oreja desde el petate en el rinconcito pelón que consistía su paupérrimo dormitorio. Escuchando el resuello y los jadeos producidos por los amantes desde el cuarto de su hijo.

En delante, en todo Sánchez Román, la española y sus hijas serán conocidas como “las gachupinas”.

14

A tan sólo nueve kilómetros de la ciudad de Aguascalientes, prácticamente a las puertas de la Capital Hidrocálida, cristeros y gubernamentales se encontraron de nueva cuenta.

Para entonces, aunque Plutarco Elías Calles ganaba en apariencia unas elecciones democráticas en México, Álvaro Obregón continuaba gobernando el país desde su oficina privada. Centralizando el poder militar, jurídico, económico y social alrededor de su persona. Nada raro en este lado del mundo desde el inicio de los tiempos. Calles no era más que un simple vasallo  quien rendía cuentas al dictador.

Empero, no todo resultaba tan sencillo para Obregón y sus secuaces. Carlos Domingo y las fuerzas cristeras parecían invencibles. Ahora se preparaban para lanzarse sobre un nuevo objetivo. Si no se les detenía cuanto antes, acabarían apoderándose de Guadalajara, la ciudad más importante del Occidente de México. Si lo conseguían, se encontrarían muy cerca de echar a Obregón y su gente definitivamente, y destronar al gobierno de un golpe.

Para entonces, Obregón mandó reunir en Aguascalientes a la élite de sus seguidores, junto con el mejor armamento a su disposición. En las sombras, el dictador también negociaba con la Iglesia Católica Mexicana y su insuflada élite clerical. No tardaría en llegarles al precio para obligar al ejército cristero a rendirse, una vez comprados los curas y ordenado el desarme por parte de los párrocos y obispos.

Los obregonistas contaban con el mejor armamento a su disposición. Hasta la ciudad de Aguascalientes fueron llevados treinta cañones y doce ametralladoras, con las cuales se hizo picadillo al ejército de Dorados de Pancho Villa algunos años antes.

Por su parte, el ejército cristero engrosaba sus filas día a día, no sólo con voluntarios católicos, sino con hordas de indios y campesinos de la más humilde ralea. Contingentes indígenas provenientes de los más diversos grupos étnicos del país. La Guerra Cristera se perfilaba cada vez hacia una guerra de castas semejante a la Lucha de Independencia que abanderara el cura Miguel Hidalgo poco más de cien años atrás.

Desde hace mucho tiempo, la Guerra Cristera dejaba de ser un movimiento religioso, para convertirse en un conflicto social de gran envergadura. El grueso de los grupos más pobres y olvidados de México se enfrentaba contra una élite de ricos, latifundistas, hacendados y presuntos revolucionarios, quienes pretendían gobernar el país a sus anchas y gusto. Era evidente que la Revolución Mexicana no había tocado los derechos de bastantes familias enriquecidas sobre la base de la explotación de los pobres desde siglos atrás. Una élite de pseudo-revolucionarios era cómplice de un sistema social que cambió muy poco desde la época colonial. Un grupúsculo de revolucionarios gobernaba apoyando a los ricos, liderados por Obregón y coludidos con latifundistas y hacendados.

Con el fuego de las mismas ametralladoras que despedazaran a los hombres de Pancho Villa, fueron recibidos los cristeros en Rincón de Romos, comunidad demasiado cercana a la ciudad de Aguascalientes.

David Quintero y parte de la caballería cayeron primero, pretendiendo flanquear a las fuerzas gubernamentales, sorprendidos en plena estrategia y arrasados con un fuego imparable. Perdiéndose sin remedio.

Las falanges y la infantería cristera fueron rechazadas en dos ocasiones. Se trataba de un ejército de veteranos militares financiados por Álvaro Obregón, quienes lucharon contra Porfirio Díaz, Venustiano Carranza, Francisco Villa y Victoriano Huerta. De ningún modo los cristeros se enfrentaban a los mismos  pelones y mal comidos soldados agraristas, a quienes aplastaron con anterioridad.

Carlos Domingo reunió a sus dispersas fuerzas y les ordenó la retirada

Las tropas de élite de Obregón los persiguieron durante todo un día, picándoles los talones sin descanso y causándoles más bajas en la refriega y la huida. Hasta que los cristeros atinaron a refugiarse en la seguridad de los cañones de la Sierra de Morones. Los cuales eran de su dominio absoluto.

En la Sierra, el centauro huichol reorganizó sus fuerzas, mandó curar a los heridos, recogió a los rezagados y escondió parte de los víveres y el parque que le quedaban.

Bajo el ímpetu de su triunfo, los obregonistas acamparon en el fondo de un acantilado, confiados en que los cristeros ya no representarían peligro alguno tras aquella derrota.  Brindando la oportunidad única al líder indígena de emboscarlos y sepultarlos en aquel sitio.

A los dos días, a las tres de la mañana, algunos de sus mejores hombres se infiltraron en el campamento federal. Los emisarios de Carlos Domingo se colaron disfrazados de gubernamentales, confundiéndose en las sombras, bajo la tenue luz de una luna menguante. Prendieron fuego a sus tiendas, incendiaron sus carretas, armas y enceres, blandiendo fugaces antorchas impregnadas con manteca y resina.

Caos y confusión cundieron por entre los obregonistas. Una vez a salvo sus incendiarios emisarios, Domingo mandó llover  una tormenta de flechas, balas y pedernales, arrojados por sus indios y mestizos, quienes se habían apostado en las rocas, en las cumbres de aquellos acantilados que rodeaban el campamento enemigo.

Se escuchaban alaridos ensordecedores provenientes de los asustados federales. La lluvia de balas, piedras y saetas encendidas cayó durante más de una hora. Matando a muchísimos gubernamentales, achicharrándolos, hiriéndolos o lisiándolos, incendiando sus equipos de guerra.

Al amanecer, los cristeros cayeron sobre el diezmado campamento del gobierno. Un contingente de 80 guerreros a caballo, sobrevivientes  de la caballería liderada por Quintero, se abrió paso a través de las maltrechas filas del gobierno, asesinando y dividiendo al ejército enemigo en dos. Vengando al brujo rarámuri quien los comandara.

Las falanges indígenas emergieron de entre las rocas donde se escondían y formaron un solo erizo mortal que ahora sí logró embestir a los obregonistas, empalándolos, pisando a los caídos y arrojando sus proyectiles sobre los que ya huían.

Los cristeros no conseguirían aniquilar del todo a las tropas federales en aquella ocasión, pero sí los expulsarían en definitiva de las montañas de Morones. Haciéndolos huir derrotados hacia Aguascalientes y de ahí mandándolos de regreso a la Ciudad de México. Confiscándoles dos cañones, tres ametralladoras y más de doscientos caballos.

Carlos Domingo reunió de nueva cuenta a sus hombres, exhaustos pero felices y ebrios con el triunfo. Marchó junto con ellos rumbo a la Sierra Huichola, de regreso al Norte de Jalisco, donde se encontraban su bastión y su fortaleza sagrados.

15

Dimitri avistó a los  cristeros por primera vez en su vida cuando descendieron de la Sierra de Morones hacia el lado de Zacatecas y pasaron junto a Sánchez Román.

Había escuchado muchas historias sobre ellos. En el mundo entero se conocían las victorias anotadas por el centauro huichol para el bando cristero. Aquellos hombres le causaban admiración y también pesar, al hacerle recordar a su hermano muerto.

Las tropas lucían famélicas, desnutridas y desarrapadas. Habían luchado y sufrido demasiado. El pueblo entero se congregó a las afueras de Sánchez para entregar alimentos, ganado, oro y sacos de cereales al ejército de Carlos Domingo. Los cristeros iban de paso, pues luego marcharían con rumbo a Huejuquilla el Alto y más tarde se internarían en la Sierra Huichola para rearmarse.

De la Sierra del Norte de Jalisco habían partido y a ella regresaban para fortificarse de nueva cuenta.

La anciana indígena, madre de Dimitri, preparó tortillas, frijoles y chile con sus propias manos durante dos días sin descanso, para dar de comer a los extenuados y hambrientos hombres que acamparon en las afueras de Sánchez Román.

Dimitri observó a Carlos Domingo, sin dejar de estudiarlo ni estar interesado en él. Pensaba redactar una nueva novela con los retazos de historias y testimonios que le contaban los sobrevivientes y testigos de la guerra. También admiraba la fuerza y vitalidad del centauro, sorprendido con su envergadura a pesar de la avanzada edad. Al contemplarlo, no evitaba la tentación de crear un personaje literario semejante a aquel líder indígena. Carlos Domingo representaría un personaje ineludible en la historia que contemplaba ponerse a escribir.

Meditaba largo y tendido sobre una nueva trama durante buen tiempo antes de ponerse a escribir. De inicio trabajaba solo mentalmente las ideas para sus nuevos libros. Podría decirse que durante meses, prácticamente escribía en su mente toda la historia antes de sentarse sobre su escritorio a redactar.

Se sentía confundido con la idea de estar planificando una nueva obra, al mismo tiempo que el tema de los cristeros le causaba muchísimo pesar, pues le recordaba a cada minuto a su hermano Juan Pablo. Por encima de todo sabía que su deber ineludible como escritor era escribir. Su oficio y su carisma como artista le dejaban cada vez menos opción. De paso, intuía que la exploración de la Guerra Cristera como tema de su novela, le ayudaría de un modo u otro a exorcizarse de culpas, rencores, dolor y sobre todo de la presencia de Juan Pablo.

Estaba obligado a recoger la cabeza de su hermano en Huejuquilla el Alto, cosa para la que de ningún modo encontraba el valor aún. ¿Pero de no ser él quien fuera, quién más marcharía por los tristes restos de Juan? ¿Quién más si no su propio hermano? Se repetía Dimi como obseso.

-¡Tienes qui irte con ellos…! ¡Debes recoger a tu hermano…!

Ordeno Margarita.

La idea de cargar con la cabeza de Juan Pablo a cuestas le producía un horror  insostenible al siquiera imaginarlo. Experimentaba por otro lado tristeza y desilusión de sí mismo al no encontrar el valor para cumplir tal misión.

No podía negarse a lo que su madre le exigía. Margarita lo hacía sentir como si les debiera demasiado.

No sin preocuparlas, dejó a Edna y a las chicas en la casa materna y marchó sobre las ancas de una mula, siguiendo la retaguardia de una fila de soldados cristeros que ya remontaba el camino de la Sierra. Llegarían de paso por Huejuquilla el Alto, en el Norte de Jalisco, antes de perderse en los confines de las Montañas Wixaritaris.

Al despedirse, la gachupina lo abrazó y besó ardorosamente, queriendo arrancar los labios del muchacho con su boca. En el  vientre de Edna se agitaba la vida gestada por el amor de ambos. El embarazo hacía lucir a la viuda cada vez más luminosa, más hembra, crecientemente más mujer. Gustando  y embrujando al joven escritor en medida creciente y paralela al desarrollo de su belleza.

A lomos de su mula, Dimitri giró el cuello para mirar a Edna a la distancia antes de desaparecer de su vista. Las mujeres le decían adiós desde lejos, agitando las manos. La española y sus hijas lo hacían regocijarse nada más con el preciado espectáculo de su presencia.

Volvieron a él los ánimos al sentirse apoyado y amado por ellas. Debía cumplir con aquella misión, aunque no le agradara. Ahora tenía muchas razones para continuar viviendo y luchando, tenía una familia y su propia obra literaria. Poseía una seguridad absoluta de que de un modo u otro regresaría a su pueblo sano y salvo.

Se perdió tras los últimos jinetes que se hundieron en la espesura del monte.

16

-Le pido de favor brindar santa sepultura con todos los honores a este soldado. Mándele oficiar unas misas. El muchacho se comportó tan valiente como cualquiera de mis hijos…

Pronunció secamente Carlos Domingo. Fue lo único que el centauro dijo antes de retirarse. Extrajo varios billetes de la bolsa de su camisa y los ofreció al joven escritor. El dinero serviría para pagar los servicios fúnebres de un cura, aunque por entonces las celebraciones se efectuaran en alguna casa o escondrijo y no en el templo. Pues el culto público había sido prohibido por el gobierno. Las iglesias seguían cerradas bajo órdenes oficiales desde hace más de tres años.

Dimitri se negó a aceptarlos, si algo podía hacer por su hermano a éstas alturas, era solventar él mismo los gastos del sepelio. El anciano líder sonrió a Dimitri y se dio la vuelta para dirigirse hacia su castrado. Pronto sus unidades estarían de nueva cuenta en movimiento para internarse en el monte.

Lo último que pensó antes de verlo partir, no fue en el dolor y pesar por la pérdida de Juan Pablo. Pérdida en la que extrañamente y gracias a su nuevo proyecto literario, cada vez inquiría menos. Sino en el deseo de escribir un nuevo libro, una novela sobre la Cristiada, en la que un caudillo como Carlos Domingo y sus seguidores, serían los personajes centrales.

El capellán de la catedral le entregó un costal de yute, cuyo contenido apenas pesaba. Lo habían extraído a hurtadillas de abajo de una losa del altar.

Comenzó a temblar y transpirar sin descanso. No se atrevía por nada del mundo a abrir aquella bolsa, mucho menos a mirar su tétrico contenido.

Le sorprendió lo liviano de su peso, como si fuera de papel, acaso cascaron de huevo secado. Habían transcurrido casi dos años desde la muerte de su hermano y los restos se conservaron expresamente para ser recogidos por sus parientes y luego sepultados. Para entonces, aquellos despojos se encontrarían por demás tristes, secos y deshidratados. Apenas se parecerían a los hombres que los portaron en vida. Pensó Dimitri.

Observó al ejército cristero remontar la Sierra Huichola y perderse por entre los robledales y bosques de pinos de Huejuquilla. Su siguiente parada sería Santa Catarina, una comunidad plenamente indígena donde acamparían algunos días. Más tarde marcharían hacia Popotita, un ranchito ubicado al pié de un inmenso acantilado, en los confines de la Sierra, hogar de Carlos Domingo. Ubicado en las fronteras entre Nayarit, Jalisco y Durango.

Sería la última vez que se viera unificado al ejército cristero. La Iglesia Católica, comprada por Calles y Obregón, no tardaría en ordenar el desarme forzoso a todos los rebeldes. La rendición absoluta sería negociada en las sombras por los políticos y las altas esferas clericales. Al parecer, el dictador llegaría al precio a la élite eclesiástica. Obispos y cardenales anunciarían que la lucha finalizaba, el culto se reanudaba de manera normal, cual si nada hubiera pasado. Los cristeros estaban obligados a entregar sus armas y regresar a sus casas y ranchos cuanto antes.

Así como así.

Ningún político, ni obispo ni cardenal, pensaría de ningún modo jamás en la sangre derramada por tantos campesinos e indios a lo largo de aquellos años, ni en su lucha en pos de un sistema social más equitativo y humano. El Sistema Político Mexicano continuaría con más de lo mismo hacia un futuro  de nación incierto y triste. Ganancia de políticos, burgueses, latifundistas, agraristas y hacendados. Obviamente también para las altas esferas de la iglesia, cómplices y beneficiarias de aquella negociación.

Dos años más tarde moriría Carlos domingo de viejo, atrincherado en la sierra, rodeado de algunos de sus nietos y seguidores más aguerridos.

17

A lomo de su mula, Dimitri sintió las cabezas moverse al interior del costal. Parecían estar vivas, como si se trataran de ardillas o gatos rabiosos prisioneros en aquella bolsa. Revolviéndose y luchando por escapársele.

Fue la primera vez que presintió errores en su propio juicio y profundas confusiones en su mente.

Mientras cabalgaba continuó transpirando sin cesar. Algo raro ocurría con su organismo y su mente. Al colocarse la mano en la frente, se percató que su cuerpo hervía, por demás caliente y húmedo. Las cosas parecían no andar bien.

Para intentar tranquilizarse, extrajo del morral de lana su diminuta flauta dulce que siempre le acompañaba y entonó suavemente Cielito Lindo para alegrar su marcha. No logró la calma, a pesar de los esfuerzos por relajarse. Intentó con el Himno a la Alegría de Beethoven. Pronto la melodía se distorsionó de modo desgarrador, pues sus nervios hacían temblar sus labios y flaquear su aliento, impidiéndole interpretar su flauta con la misma soltura de siempre. Produciendo un sonido fantasmagórico que lo alteró aún más.

Al caer la noche, se le aparecieron sombras que bailaban y se ocultaban burlonas en el bosque apenas las percibía su mirada. Espiándolo y pareciendo reírse de su condición crecientemente debilitada.

Una de aquellas sombras malévolas se lanzó sobre su humilde montura, espantándola. No era un ser humano, quizá se tratara de un duende o un pequeño demonio habitante de los robledales de Monte Escobedo, donde ya se encontraba mientras avanzaba de regreso a Sánchez Román.

Los campesinos e indios los conocían también y los nombraban alushes o diablillos desde que él era niño

Aquel duendecillo oscuro e informe se coló entre las patas de su montura, haciéndola revirar de terror. Lanzándolo dolorosamente contra las piedras y el lodo junto con el saco de yute, los restos de su hermano y las pocas pertenencias que llevaba.

Dimitri profirió un alarido de espanto al mirar a aquella criatura del Inframundo, un alushe o duende prehispánico, quien le sonrió descarado antes de desaparecer por entre los árboles. Mostrándole una boca con cientos de dientes puntiagudos y amarillentos, arrojándole un aliento irrespirable de éter, azufre y mierda. La sombra se perdió juguetona en el bosque, luego de derribarlo, emitiendo agudas carcajadas, no sin antes sonreírle de nueva cuenta. Aquel sigiloso duende indígena, quien luego se desvaneció en la floresta.

Los campesinos contaban historias sobre los alushes o diablillos, habitantes de la Sierra desde la Noche de los Tiempos. Ahora Dimitri los conocía de primera mano. Se decía que sabían enloquecer a los hombres y hacerlos  perderse en el bosque. Los indígenas también los nombraban  chaneques o duendes diminutos. Solían dejarles parte de su cosecha  como ofrenda para asegurarse un buen término en sus cultivos. La gente del campo acostumbraba decir que preferían tenerlos como aliados, ofreciéndoles comida y regalos, que como enemigos en su contra.

Las cabezas de los difuntos saltaron de su saco. Dimitri se vio obligado a descubrir la expresión tranquila con la que muriera Juan Pablo, en contraste con su propio rostro, aterrorizado y trastornado. Apenas se distinguían los rasgos faciales de su hermano, desfigurados con el paso del tiempo, el polvo y la sal.

Cogió la cabeza de Juan, atinando a guardar velozmente su flauta en el morral. Corrió, intentando escaparse de los chaneques y duendes que le perseguían.

Contempló a su mula perderse a toda marcha, huyendo desquiciada, relinchando y piafando entre los robledales. Los alushes y chaneques no tardarían en atacar y hacer suyo al pobre animalito enloquecido.

Dimitri continuó corriendo por el bosque, la cabeza de Juan envuelta en su propia camisa. La sentía revolverse junto a su vientre, tirarle mordidas al estómago, sacudirse, girar y gritonear enojada. La escuchó hablar y vociferar frases hirientes. Llamándolo “Carajo”. Maldiciéndolo hasta la eternidad, reclamándole el no apoyarlo durante la guerra, el abandonar a Margarita y al rebaño en su pueblo.

Al no soportar aquellos insultos y humillaciones, Dimitri se animó a arrojar la cabeza contra un roble, haciéndola fracturarse el cráneo descalcificado. Luego se desplomó exangüe sobre el suelo.

Extrajo unos cerillos de su viejo morral. Encendió una hoguera bajo aquel árbol y sin pensarlo, presa de impulsos desconocidos, quizá poseído por la voluntad de aquellos duendes  y chaneques oscuros, tan temidos por los indios y rancheros de la región, depositó en el fuego la cabeza de Juan Pablo.

Un aroma a carroña y carne humana calcinada se desprendió a lo largo de aquella parte del bosque. Las sombras se congregaron de nueva cuenta alrededor de Dimitri, tal vez asustadas ante aquel espectáculo lúgubre e indescifrable hasta para ellas mismas. Quizá alegrándose al ser partícipes de aquel delirio irrefrenable y macabro.

El alushe o duende quien lo derribara de su mula, se aproximo hacia él por segunda ocasión, divertido. Mostrándole una boca inmensa y poblada de dientes, sonriendo. Era el líder de aquellos seres del Averno.

“Cómetela….”

Pareció ordenarle aquel demonio enano y mal intencionado.

Dimitri obedeció sin dudarlo, las manos temblorosas, la mirada poseída por voluntades de otro mundo. Introdujo sus dedos largos en los cuencos del cráneo, extrayendo los ojos grisáceos y disecados de Juan, que en vida tanto lo acusaran y reclamaran. Los mastico sin pensarlo, encontrando un sabor acre, salado, casi agradable.

“Continúa….”

Pronunció el alushe fascinado con el espectáculo.

Lo rodeaban cientos de sombras animadas y perversas, gozando con aquella escena, divertidas y frenéticas, excitadas con lo que apreciaban sus infernales ojillos, aplaudiendo y vociferando insultos horribles y diabólicos en antiguas lenguas impronunciables por los hombres. Nutriéndose con las interminables escenas de aquel delirio caníbal.

Arrancó el cuero cabelludo, lo limpió de las greñas resecas y chamuscadas que aún le quedaban. Se atragantó con él. Masticó las mejillas y la boca requemada de su hermano. Tragó todo, hasta devorar por completo la carne secada que rodeaba el cráneo. Dejando tan sólo los tejidos más duros e incomibles.

Finalmente arrojó los huesos sobrantes sobre la hoguera, atizándola y avivándola aún más con los desperdicios y echando más leña. Las llamas se elevaron tres metros, consumiendo lo que quedaba de su hermano, sin dejar rastro del cráneo, los maxilares y las quijadas restantes. No dejando más que cenizas y polvo de lo que alguna vez fue  Juan Pablo.

La mente se le atrofió aún más, perdió contacto con el entorno circundante. Todo le dio vueltas. Unas nauseas insoportables emergieron de sus entrañas, impeliéndolo a vomitar. Devolvió la totalidad del contenido de su estómago sobre el suelo, hasta quedarse vacío y desvanecido.

Perdió el conocimiento, abandonándose por completo a las intenciones de aquellos seres que solían hacer perderse a los hombres y tanto se evadían de Dios.

Se desplomó una vez más, quedando a merced de aquellas entidades, duendes, alushes y chaneques. Quienes apenas tuvieron la oportunidad, se precipitaron con voracidad sobre su ser, cubriéndolo todo con el hielo de su noche.

18

A los dos días lo llevaron unos arrieros hasta Sánchez Román, la ropa hecha girones, semidesnudo, enflaquecido, mugroso e incapaz de pronunciar palabra alguna. Por suerte lo habían encontrado tirado en el bosque, inconsciente, deshidratado, mudo, confundido y muerto de hambre. Decían que se había vuelto loco.

La española y sus hijas corrieron a abrazarlo y envolverlo en un zarape. Pronto lo llevaron al interior de la casa, lo lavaron, cambiaron sus ropas, lo alimentaron y le dieron de beber.

El cariño proporcionado por las damas no tardaría en curarlo.

Gradualmente se fue recuperando, aunque seguía sin poder pronunciar ni una palabra.

Logró sonreír dificultosamente en cuanto descubrió a Edna, a Azul y a Lola  a su lado. En delante las mujeres conseguirían alegrarlo hasta en las circunstancias más horribles y en los peores infiernos de su vida.

Margarita era un hielo, una montaña de muerte y amargura que lo miraba acusadoramente.

-¡¿¿Dón tá tu hermano….??!  ¡¡Lo abandonaste…. idiota…!! ¡¡Dejaste solito a mijo… Cabrón, inútil…!!

Interrogó e insultó la india, llena de odio y rencor.

Lo detestaba como siempre, con un odio antiguo proveniente de tiempos más viejos aún que las vidas de ella y de sus hijos. Un odio del cual, en cierto modo, ella no era del todo responsable y al cual tampoco comprendía. Odio, resentimiento y veneno cuyo origen se remontaba a la época de sus ancestros caxcanes, cuyas revueltas y fieras luchas no podrían liberar su a pueblo de la esclavitud, la muerte y las enfermedades traídas por los conquistadores españoles. De aquellos insaciables europeos a quienes los indios abominaban y al mismo tiempo consideraban hermosos, como divinidades blancas sobre sus monturas. A los que, a pesar de desear su muerte con todo el corazón, secretamente anhelaban también arrancar de sus jamelgos para poseerlos y acoplarse con ellos, procreando una nueva raza, híbrida y guerrera.

Margarita inyectaba con su mirada un veneno de animal ponzoñoso. Pareciendo ser lo único que conocían sus ojos desesperanzados y perversos. Lo hacía sin conocer la causa de sus acciones. Ignorando ser más que el instrumento de una fuerza maligna y arcaica que la perseguía desde antes de llegar a este mundo, originada en épocas inmemoriales, trascendiéndola hasta el infinito. Un veneno lejano y arquetípico que no tardaría en matarla a ella misma al ser  su portadora.

Dimitri se irguió desde su petate en el suelo, donde yacía recostado, encarándola por primera vez sin miedo, mirándola con unos globos oculares desorbitados e inflamados. Ojos de loco y de diablo. Mudo y aguerrido por encima de todo. No había respuesta para su pregunta. Los rastros y el recuerdo de Juan Pablo quedaron borrados para siempre. Pero no su memoria, que sería rescatada en un libro próximo, extraído de su mano.

Margarita se intimidó al instante, Dimitri nunca se había atrevido a retarla, mucho menos a levantarle la mirada y la voz. Su hijo no podía hablar, pero la expulsaba con  sus pupilas enrojecidas y desquiciadas, reprobándola y devolviéndole su odio por primera vez.

La india se retiró al instante sin saber qué hacer. No había explicaciones, nada qué decir. Su primogénito se perdió para siempre desde el día que marchara tras las tropas rebeldes.

A los cuatro días, la india ya no se despertó de su humilde lecho de petates y tierra, muerta al detenerse su corazón y su cerebro mientras dormía.

Al explicar su muerte, las gentes del pueblo recordarían que murió de enojo y tristeza por la muerte de su hijo mayor, el más querido.

19

Un pequeño varón nació a los dos meses de enterrar a Margarita, cambiando por completo la atmósfera lúgubre y mortuoria, de rencor y guerra que reinaba no sólo en la casa de Dimitri, sino en todo Sánchez Román. Brindando un aire fresco y perfumado de criatura inocente y recién nacida.

Dimitri seguía sin hablar pero sonreía más a menudo. Paulatinamente logró ponerse de pié, tan sólo para sentarse en el escritorio y comenzar a escribir su novela sobre la Guerra Cristera. Cristeros, la intitularía.

Conforme avanzaba en su nueva obra, también iniciaba caminatas por los derredores de la Sierra de Morones, en donde otrora él y  Juan Pablo jugaron de niños e hicieron pastar el rebaño.

Por primera vez en su vida se sentía cómodo en su pueblo natal, en su casa y con su familia. Ya no quería irse de ahí, había olvidado sus planes de volverá España, de irse a vivir a Guadalajara o a Zacatecas. Estaba a gusto ahí.

Azul y Dolores, quienes  se habían  convertido en atractivas y femeninas adolescentes, llenaban la casa con sus risas, canciones y juegos. Abrazando al pequeño hijo de su madre y Dimitri, jugando con él, vistiéndolo y cargándolo a todas partes. Edna se convirtió en la reina innegable de aquel hogar, atendiendo al bebé, solicitando el apoyo de sus hijas, atendiendo todo lo relativo a las necesidades de su nuevo hogar en Sánchez. Pronto se decidió que el nuevo miembro de la familia se llamaría Raúl, Raúl Dávila, apellidado al igual que su padre.

De su rebaño quedaban aún algunos animales, cabras y ovejas que cuidó Margarita hasta sus últimos días.

Mudo y discreto, Dimitri los arriaba junto con los perros pastores, el morral de lana al hombro con la libreta para escribir, el refrigerio y la flauta dulce. El rebaño no tardó en volver a crecer y hacerse próspero de nueva cuenta, brindándoles lana, carne y leche.

Compaginaba las labores de pastoreo con largas horas escribiendo bajo el antiguo roble donde se echaba a leer desde niño. Mientras los animales rumiaban y los perros los agrupaban, metiéndolos en cintura a dentelladas.

Escribía durante una hora o dos, sin dejar de echar vistazos hacia el llano para vigilar a las bestias y los canes. Extraía su flauta e interpretaba Cielito Lindo o  La Feria de las Flores, para acompañarse. Luego tocaba algo delicado de Bach. Guardaba su instrumento, comía un pedazo de tortilla con queso, alguna manzana y retomaba la escritura imparable dos o tres horas más. Para volver ya entrada la noche a su casa en compañía de su mujer e hijos. Quienes le esperaban para cenar.

Llegaron noticias de la muerte del dictador Álvaro Obregón. Un valiente seminarista de los jesuitas se atrevió a ajusticiarlo en plena plaza pública con una pistola. Le destrozó el hígado al acercársele por un costado, descargando su arma al mismo tiempo que lo envolvía en un abrazo amoroso y mortal. Obregón creyó que era un pariente o un admirador, dejándose rodear por los brazos del sacerdote antes que la descarga atravesara  su cuerpo e hiciera explotar sus entrañas. La gente del pueblo comentó el hecho, sin evitar alegrarse durante algunos días. El dictador pagaba con sangre toda la sangre vertida bajo sus órdenes. Después olvidaron para siempre al jerarca político y no volvieron a hablar nunca más de él, del mismo modo que los cristeros comenzaban a desaparecer de la memoria colectiva. Aquel era un pueblo que olvidaba pronto, aunque se lamentara a ratos de su amnesia.

Dimitri no volvió a hablar, pero escribía mucho y sin descansar. Parecía que en lugar de palabras le salían páginas y páginas imparables de sus manos. “El escritor mudo” le decían en toda la región.

A lo largo del sur del Estado de Zacatecas y el Norte de Jalisco, la gente escuchó que Dimitri Dávila escribía una importante obra sobre la Guerra Cristera, la cuál sería dada a conocer en Europa y Estados Unidos. Muchos testigos de primera mano, ex soldados agraristas y cristeros, gente que vivió el conflicto en carne propia, acudieron hasta Sánchez Román para narrar al escritor sus vivencias y ayudarlo a terminar su libro. El pastor les escuchaba con paciencia, mirándolos casi sin parpadear, transmitiéndoles una calma lograda por él mismo, luego de atravesar infiernos sin fin, hundiéndose y emergiendo. No respondía, pues no podía hacerlo con su voz, pero sus ojos y su rostro los comprendían y les prestaban mucha atención.

Para cuando finalizó su nueva obra: Cristeros, un volumen de más de quinientas cuartillas de una novela histórica y la envió a Europa para su publicación, un nuevo hijo, ahora una niña fruto de su relación con la gachupina llegaba. Parecía que con los partos literarios de sus obras, llegaban también nuevos hijos. La nombraron Tania, Tania Dávila, como buena hija de Dimitri.

En ese entonces lograban una posición económica que si no era demasiado elevada, sí era harto cómoda. Las regalías por su primer libro le generaban un constante cheque mensual enviado desde Madrid, que aunque no era demasiado gordo, sí era seguro.

Su novela sobre la Cristiada se hacía famosa en el Viejo Continente y era leída cada vez por nuevos lectores. La tradujeron al inglés y en los Estados Unidos se popularizó aún más, brindando buenas regalías al escritor y a su familia con las ventas por la traducción y las reediciones. La gente en Norteamérica parecía muy interesada por conocer lo ocurrido durante el conflicto de los cristeros en el Occidente de México.

Transcurrieron los años, Dimitri acumuló un hijo más junto con Edna. Lo llamaron Aníbal, como al comandante cartaginense. Azul se casó con un empresario norteamericano que se la llevó a Nueva York a vivir. Dolores se fue a Guadalajara a estudiar la Normal para maestros, en aquella ciudad se casó también y se quedó a trabajar.

Los hijos de Dimitri crecieron.  Cuando cumplió los doce años, Tania murió ahogada durante una inundación en la que nuevamente se desbordó el Río de Morones que descendía de la Sierra, arrastrándola para siempre. Nunca encontraron su cuerpo El escritor lloró durante meses y jamás se recuperó del todo. Edna volvió a escuchar de nuevo su voz, que no se manifestaba desde hace mucho, pero sí lloraba y vociferaba lamentos desgarradores. Dimitri le dedico un libro entero a su pequeña. Escribía pretendiendo curarse un poco de las pérdidas sufridas, dándole a la vida una nueva historia escrita a cambio de cada herida infringida a su ser en el combate.

Con el paso de los años tendría que escribir más libros al partir Edna y dejarlo solo y viudo, sus hijos varones se irían también, después de hacer sus respectivas vidas y culminarlas. Respondiendo Dimitri con una valerosa historia culminada, en respuesta a cada golpe mortal.

20

“¡¡¡Ahí viene el gringo!!!”

Gritaron los chiquillos en Sánchez Román. Pronto le cambiarían de nombre a aquel lugar, que dejaba de ser un poblado pequeño, olvidado en el Sur de Zacatecas y se volvía gradualmente una ciudad de considerable tamaño.

“Tlaltenango”, habían decidido los políticos en turno que se llamaría en delante el pueblo, el cual perfilaba para convertirse en una importante ciudad comercial. Ubicada en las faldas de la Sierra de Morones, en una estratégica región de paso entre las ciudades de Aguascalientes, Guadalajara y Zacatecas.

“¡¡¡Que ahí viene el gringo!!!”

Volvían a proferir los muchachos, excitados, admirados y burlones. En realidad no era gringo, sino francés. Un historiador quien indagaba sobre la Guerra Cristera. El francés se dedicaba a rastrear testimonios de primera mano de gente que hubiera participado en el conflicto, decían que preparaba su tesis de doctorado sobre el tema de los cristeros.

Cuando los chiquillos lo guiaron hacia la casa de Dimitri, el francés rebosaba de gusto y emoción. Ignoraba que Dimitri Dávila, autor de una novela sobre la Guerra Cristera aún viviera y radicara precisamente en Tlaltenango de Sánchez Román. Donde por mera coincidencia pasaba aquellos días mientras realizaba su investigación.

Dimitri no se encontraba en su casa. Las gentes le dijeron que andaba en Morones con sus perros y sus borregas. Hasta allá se iba para pastorear, leer, escribir o tocar su flauta.

El francés debió caminar casi medio día, hasta que se le atardeció, siguiendo las señas que le diera la gente para dar con el sitio donde el escritor acostumbraba descansar y pastar a sus animales. Se conmovió al saber que el artista creaba la mayor parte de sus libros recostado bajo un árbol, mientras su rebaño pacía.

Le informaron que se había quedado mudo desde los tiempos de la Cristiada. El historiador no esperaba demasiado, simplemente aspiraba a verlo, conocerlo, quizá sentarse un rato junto a él.

El francés divisó a la distancia el rebaño al pié del valle, frente a las montañas de Morones, cobijado del sol bajo sus sombras.

Protegido por un gigantesco roble de más de cien años, se inclinaba un anciano sobre la libreta, escribiendo sin descanso. La barba y la melena completamente blancas y enredadas, bifurcadas en una sola mata espesa.

Debería haber cumplido casi los setenta y cinco años de edad, o un poco más, según los cálculos del francés.

El anciano escritor escuchó pasos a su retaguardia. Tenía un oído muy fino. Se incorporó y enfocó al francés, que ya se encontraba demasiado cerca.

El historiador andaba de mezclilla, camisa de manta y guaraches. El cabello rubio un tanto largo y la patilla prolongada de acuerdo a la moda de los setentas. A simple vista parecía más un hippie que un especialista en humanidades. Levantó su mano, saludando a Dimitri.

Los dos hombres se sentaron tranquilos bajo el roble. El francés sonrió. Dimitri pudo ver que era buena gente, sencillo, incluso un tanto ingenuo. Lo que le brindó confianza.

Hace mucho tiempo que sus hijos se habían ido y que su mujer partió hacia el Otro Mundo también. Vivía solo, pero estaba bien. Las prolongadas caminatas diarias en el monte tras los perros y el rebaño lo mantenían activo y fuerte. La lectura, la música y la escritura brindaban a su cerebro y a su mente una agilidad envidiada por los jóvenes.

El francés y el anciano se miraron sin hablar durante largo tiempo.

Dimitri extendió sus ojos hacia el cielo, los desvió hacia las montañas de Morones, como pidiéndoles permiso. Frunció un gesto, arrugando por completo su rostro, en una mueca que al mismo tiempo era dolorosa y serena, a punto de iniciar una charla.

Y por primera vez en más de cuarenta años, comenzó a hablar y conversar con el desconocido.

En la ruta de Parménides García Saldaña

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El éxtasis de las buenas almas se había transformado (súbitamente) en tedio. La droga había dejado de ser efectiva. El gran cambio de la Flower Generation confirmaba, una vez más, la pequeña verdad (very earthy) de Karlitos Marx: las revoluciones burguesas tienen corta vida.

 Parménides García Saldaña –En la Ruta de la Onda

 

1

A José Agustín le resultó imposible abrir la puerta de su departamento al amigo quien aquella madrugada le llamaba e imploraba a las tres de la mañana.

Primero lo escucho llorar y suplicar como un perrito abandonado desde el pasillo helado de aquel edificio de condominios en la Ciudad de México, cerca de Tlaltelolco. Al no recibir respuesta, Parménides García Saldaña, sabiendo que su amigo escritor se encontraba dentro, enfurecido, comenzaría a arrojar insultos y a gritar fuera de sí, pateando la puerta y orinándose sobre ella. Maldiciendo a los amigos, a su familia, a dios y a la sociedad.

José Agustín y Parménides compartieron previamente muchas experiencias: etílicas, filosóficas, cannábicas y literarias. José Agustín cuenta en su libro El Rock de la Cárcel, que se le partía el alma al saber que no podía de ningún modo abrir la puerta a un amigo entrañable quien había enloquecido. Dentro se encontraba también su esposa, y no le resultaba nada cómodo exponerla a los desvaríos del loco. Dicen que Parménides solía además enamorarse de las mujeres de sus cuates. En distintas épocas pero por motivos semejantes, ambos estarían en la cárcel. Sólo que Parménides recaería varias veces más, no sólo en los penales por posesión de drogas y escándalos, sino en los psiquiátricos por su condición mental, crecientemente deteriorada. Nunca tuvo una relación estable con ninguna chica, aparte de los encuentros casuales con otras adictas y bebedoras,  amantes ocasionales igualmente inestables a él y sexoservidoras. El vínculo entre Parménides y José Agustín acabaría fracturándose de cualquier manera. La complicidad estaba rota para siempre.

En sus travesías psicotrópicas y alcohólicas, García Saldaña sufriría más adelante un accidente que lo reduciría a una silla de ruedas durante casi un año. Muchas veces sus amigos lo encontrarían viviendo en la calle y haciendo cualquier cosa con tal de conseguir droga y bebida.

Resultaba difícil imaginar que aquel vagabundo y drogadicto casi indigente, vivió durante diez años en los Estados Unidos becado por su padre. Angloparlante como cualquier gringo. Estudió primero una licenciatura en economía y posteriormente otra en literatura inglesa en la Universidad de Luisiana. Con un puñado de libros publicados en su haber: uno de poesía, dos novelas y un ensayo que se constituiría en el manifiesto legendario de toda una época y de un periodo fundamental de la historia moderna.

Durante sus años en el extranjero, Parménides estudió  con detenimiento los movimientos sociales de la década de los sesentas. Rastreó y dio seguimiento a  líderes, pensadores y artistas como Malcom X, Abbie Hoffman y Bob Dylan, leyó sus discursos y libros, escuchó sus álbumes hasta el hartazgo y fue testigo indirecto del  asesinato del primero.

En su célebre y actualmente difícil de conseguir manifiesto: En la Ruta de la Onda, Parménides relata que el movimiento cultural de la Onda surgió primero en Europa y los Estados Unidos, entre los aristócratas y adinerados jóvenes de los años veintes, quienes hastiados del establishment, a la vez víctimas, beneficiarios y subproductos del mismo, comenzaron a abandonar sus vidas de privilegios y emprendieron viajes por carreteras y en barcos, escribieron poesía, aprendieron a tocar instrumentos musicales y experimentaron con las síncopas. Sin dejar por supuesto, de beber sendas cantidades de whisky e iniciar con la quema de marihuana.

Según nos relata amenamente Parménides en su ensayo, el cannabis en sus orígenes era una droga exclusiva de los afroamericanos y los jamaiquinos. En el momento en que los jóvenes blancos de barrio pobre  y los de clases sociales acomodadas, comienzan a fumar marihuana también, sobre todo aquellos que se atrevieron a transgredir los límites de zonas como Manhattan y Brooklyn,  el movimiento de la Onda desciende hacia las clases medias y bajas. La Onda y la mota, como la nombra una y otra vez el eternamente joven escritor mexicano, se popularizan y se vuelven accesibles y al alcance de casi todos. Por primera vez en la historia, dice Parménides, se les concede el permiso a los jóvenes de ser hedonistas.

Parménides es testigo de la amplia politización de los movimientos juveniles, los cuales se extienden cual peligrosa epidemia, susceptibles de contagiar a la sociedad entera con sus esperanzas en un posible cambio, mismos que en sus inicios eran tan sólo drogas, sexo y enajenación.

Los Black Panters son los primeros en politizarse y exigir al gobierno gringo, más que nada, por sobre todas las cosas, respeto a la gente de color y la cultura afroamericana.

El psicólogo Abbie Hoffman comienza a politizar a los hippies y a convertirlos en subversivas cabezas pensantes. Los pone a leer a su maestro Herbert Marcuse: el pensador de la Escuela de Frankfurt, también a Aldous Huxley, a Erich Fromm e incluso a Krishnamurti. Los enseña a analizar, a dialogar y a discernir. Despierta en ellos la conciencia social y política, brindándole un rumbo bastante crítico al movimiento hippie. Entonces surgen los Yippies: Fusión de los diestros Panteras Negras y los hippies pensantes.

En el momento en que los Black Panters y la élite crítica del movimiento hippie se unen para luchar por sus derechos humanos, políticos y a protestar contra la Guerra de Vietnam, el Sistema Social Norteamericano siente sacudirse su tinglado. Entonces el hipismo deja de ser un juego exótico y divertido de niñitas y comienzan las persecuciones, las desapariciones y la verdadera represión.

Cuando regresa a México a fines de los sesenta, Parménides es un amplio conocedor de los escritores norteamericanos: Jack Kerouac, William Burroghs, W, Faulkner, Thom Wolf y Norman Mailler. También del rock en todas sus vertientes. Aquí se dedica a iniciar a cualquier cantidad de jóvenes literatos, escritores y rockeros en los autores y grupos musicales de culto que él conoce a profundidad.

Pero Parménides no es de ningún modo un iluso e ingenuo pachequín, enajenado del rock y de la literatura extranjera. Parme, como lo llaman sus amigos más íntimos, es entonces un depurado escritor, poseedor de un estilo bastante particular y trabajado y de una conciencia crítica y social agudísima y filosa.

De ningún modo se deja seducir por la rebeldía ficticia de los Rollings Stones y el misticismo de masas de John Lennon, cuya música respeta y ama, pero a cuyos intérpretes critica sin piedad.  Si tuviera que elegir, tal como lo confiesa, entre Mick Jagger y Bob Dylan, se quedaría con este último, puesto que mientras él primero se empeñaba en aprenderse de memoria las canciones del blues negro, el buen Dylan se embebía con las lecturas de Kant y Shakespeare.

Por culpa de aquellos rebeldes que en el fondo no se rebelan ante nada y sólo quieren ser millonarios, dice Parménides, el movimiento de la Onda estaría condenado al fracaso, al ser convertido irremediablemente en un cliché y un subproducto comercial.

2

La música sella y estrecha la complicidad entre sus adeptos. El rockero quiere encontrar oídos para contagiarlos y enviciarlos con sus longplays y su guitarra. En tiempos actuales cada vez le resulta más difícil hacerse de orejas dispuestas y atentas.

Parménides suscitaba entre sus conocidos y amigos una doble y contradictoria reacción emocional: por un lado lo querían y respetaban su erudición, conocimientos y experiencias, y por otro, evadían en lo posible encontrárselo en la calle, como a cualquier borracho o drogadicto inaguantable. Por una parte inspiraba devoción e identificación entre sus jóvenes seguidores y lectores, y por otra, repulsión debida a sus vicios, manías, delirios y obsesiones.

Su cadáver llevaba diez días en descomposición cuando fue encontrado en la azotea de un edificio en Polanco, en la Ciudad de México. Fue difícil determinar si se trató de congestión alcohólica, sobredosis, delirium trémens, o una mezcla explosiva de todos ellos.

Previamente, él mismo se había encargado de aniquilar y destruir todos los lazos y vínculos de complicidad con sus amigos pachecos, rockeros y escritores. Todos ellos le sacaban la vuelta a toda costa.

Depredador Vs los Caballeros Templarios: la Era de la Oscuridad

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Él despertó, se encaró con el viento y dijo al mar: “¡Cálmate, cállate…!”. Después les dijo a sus discípulos: “¿Porqué son ustedes tan miedosos…?” “¿Todavía no tienen fe…?”

(EVANGELIO DE MARCOS)

 

Entrevemos aquí que la muerte es mucho más que la muerte. Ya que no sólo es desorganizadora, destructora, sino también nutritiva, regeneradora y, en fin, reguladora.

(EDGAR MORIN –El Método II: La Vida de la Vida)

 

 

 

1 The Dark Ages

Un grupo de mercenarios se desplaza por oscuros bosques de roble y tejo, a caballo, como una bandada de aves cazadoras. Paulatinamente deducimos que es en la Inglaterra del Medioevo.

Se trata de cinco jinetes, aguerridos y enlodados, pero bien armados y con imponente actitud. En tres de ellos apreciamos la insignia templaria roja en el pecho. Sus armaduras están incompletas, sólo uno de ellos lleva casco y otro  porta una maltrecha cota de malla, perforada y aporreada, señal inconfundible de tratarse de sobrevivientes de duras batallas.

Uno de ellos parece ir a la cabeza de la avanzada: rostro endurecido por las pruebas de vida y barba oscura. A su derecha cabalga la que desde lejos aparenta ser una hermosa guerrera. Es una arquera de origen celtíbero. Con su cabello rubio ondulante y su carcaj de flechas en la espalda. Cuando la cámara enfoca su rostro, apreciamos unos rasgos delicados y hermosos, a la par de una mirada decidida y astuta. Por la actitud con la que la afrodita monta junto al hidalgo, entendemos que es la segunda al mando.

Los siguen dos mercenarios con sus inconfundibles cruces templarias sobre el pecho, uno de ellos asoma bajo el casco una larguísima melena entrecana y una barba igualmente prolongada y grisácea. A la espalda porta una mortífera ballesta lanza-dardos, la cual debe ser su arma predilecta.

A continuación tenemos al caballero con la cota de malla, bien provisto con una poderosa espada y al final, en la retaguardia, un gigante calvo, de quien adivinamos un origen, por sus rasgos y corpulencia, quizá galo, tal vez germánico.

Se aproximan a un campamento. Un anciano los espera en la entrada, luce como una autoridad de la Iglesia. Se identifica ante los jinetes como el Padre Joseph.

El líder de los mercenarios menciona su nombre: Thomas. A su vez presenta a la arquera celtíbera: Freya. Nombre que nos recuerda de inmediato a la deidad femenina vikinga.

“¡Este no es  lugar para mujeres…..!”

Sentencia el obispo Joseph.

Pero por la manera en que le responde Sir Thomas, al parecer Freya es una de las mejores rastreadoras y cazadoras de Europa, capaz de cuidarse por sí sola mejor que muchos hombres.

Se les habla de un demonio que circunda aquellos bosques desde hace tiempo, el cual ha cobrado ya la vida de varios caballeros. Por la manera en que los asesina y arranca sus cráneos y columnas vertebrales, colgando sus restos de las cumbres más altas de los árboles, sospechan enfrentarse con una fuerza sobrehumana e infernal, capaz de destazar sus cuerpos y cobrar sus órganos como si fuesen trofeos de cacería.

Sir Thomas ostenta tener con su grupo, uno de los mayores backgrounds como cazadores de dragones y monstruos de la región. El obispo no se sorprende demasiado, sugiriendo que en este caso, se enfrentarían con una fuerza demoníaca y desconocida. Por lo que recomienda llevar con ellos a Zaid, un sabio moro, experto en las Sagradas Escrituras y en todas las especies posibles de demonios y manifestaciones del Maligno.

Los prejuicios religiosos y raciales de los templarios les harán negarse en un inicio a cabalgar y colaborar con un moro, empero, ante la obstinación del padre Joseph, quien contrató y recompensará sus servicios como cazadores de monstruos, no les queda más remedio que llevar  con ellos al frágil y ladino Zaid.

  1. Alien Vs Predator y los Rituales Ancestrales de Iniciación de Guerreros y Cazadores

Al fin y al cabo, en las sociedades burocratizadas, es adulto quien se conforma con vivir menos para no tener que morir tanto. Empero, el secreto de la juventud es éste: vida quiere decir, arriesgarse a la muerte; y furia de vivir quiere decir vivir la dificultad. (EDGAR MORIN –El Método II: La Vida de la Vida)

 

Por lo menos a nosotros nos quedaría claro, sólo hasta la saga número 1 de Alien Vs Predator (2004), el motivo por el cual los depredadores arribarían al Planeta Tierra para cazar seres humanos y a su vez enfrentarse a unos rivales sólo dignos de ellos: los Alien, de carácter insectil y altamente mortíferos.

Nunca nos atrajeron excesivamente las primeras dos entregas de los años 80’s de Depredador por sí solo, con Schwarzenegger y Danny Glover. Aunque resultasen relativamente entretenidas y sobre todo taquilleras. Particularmente la primera parte.

Y si nos quedáramos exclusivamente con ellas, por lo menos en un inicio, nos costaría algo de esfuerzo de la imaginación y hasta cierta especulación sin muchas bases, conocer las razones del interés de los depredadores por los terrícolas. Observamos que les agrada coleccionar nuestros cráneos, sobre todo si estos poseen ciertas características morfológicas o pertenecieron al cuerpo de un valeroso guerrero humano. Quien presento cruenta batalla antes de ser despojado de su cabeza. Al parecer, luego estas osamentas serían conservadas como trofeos de guerra y llevadas de regreso a su planeta en las naves de los monstruos, pero no existe en ambas películas ningún indicio que nos haga saber a ciencia cierta la razón de ello. Probablemente los autores de las mismas cintas tampoco se lo preguntaron demasiado en su momento.

Con la aparición del primer enfrentamiento en 2004 entre Depredador y Alien, al interior de una isla en la Antártida, sentimos que algo tocaba una honda fibra en nuestro corazón y captaba nuestro interés de manera especial. Y con justificados motivos: la historia, redactada por el inquieto escritor Paul Anderson, guionista de Resident Evil, mostraba interesantes influencias que no dejaron de seducirnos sobremanera. Principalmente las teorías del investigador suizo Erich Von Däniken, autor del célebre volumen: El Oro de los Dioses. Implícitas en la trama de Anderson y uno de sus autores de cabecera. Cuya principal tesis sostiene que en tiempos prehistóricos, la Tierra habría sido visitada por  una cultura extraterrestre que venía huyendo de una gran guerra interestelar, de la cual resultarían vencidos. Según Däniken, incluso en la Biblia existen pistas y memorias de dicha batalla intergaláctica, con la caída de Lucifer, por ejemplo. Por tal razón, al llegar a la Tierra, presuntamente habrían construido diversos túneles, cavernas y pirámides subterráneas, con la finalidad de mantenerse a salvo de sus perseguidores y alejarlos. Al pasar el tiempo, los visitantes se encontrarían con los primeros habitantes homínidos de la Tierra, a quienes transmitieron sus conocimientos y avanzadas tecnologías, al mismo tiempo que entremezclaron sus genes, apareándose con sus mujeres y forjando nuevas razas hibridas de humanos mucho más inteligentes y habilidosos:

“Las partes rivales disponían de los mismos conocimientos matemáticos, habían recogido las enseñanzas de una experiencia común y tenían en su haber los mismos conocimientos técnicos. Los vencidos debieron escapar en una nave espacial rumbo a un planeta similar al suyo, desembarcar allí y desarrollar una civilización. Los fugitivos tenían conciencia del peligro que corrían de ser ubicados desde el cosmos y que se los buscaría con el auxilio de todos los medios técnicos a disposición de los vencedores. Así comenzó un juego de escondite del cual dependía la supervivencia. Los astronautas se refugiaron bajo tierra, construyeron túneles a gran profundidad para  servir de comunicación entre puntos muy alejados; instalaron bases hondamente escavadas desde las cuales podrían explotar algunos sectores de su nueva patria, haciéndolos formar parte integrante del sistema de infraestructura.”

“Se ha objetado que los constructores de túneles habrían tenido que traicionarse a causa de la enorme cantidad  de material excavado a que habría dado lugar una empresa de esta naturaleza, pero hay que considerar que, disponiendo de una técnica superior como supongo, podrían perfectamente haber empleado un taladro térmico”. (ERICH VON DÄNIKEN – El Oro de los Dioses. Ed. Nueva Fontana, Barcelona, 1974. Págs. 73-74)

De tal manera que en Alien Vs Predator 1 (2004), es encontrada por unos arqueólogos una pirámide con motivos mayas, egipcios y aztecas combinados, en el fondo de una fosa en la Antártida, siguiendo un poco las ideas  y sugerencias de las investigaciones de Däniken.

Esta película nos enseñaría que la finalidad de la llegada de los Predators, es fundamentalmente exponer a sus jóvenes guerreros y cazadores a experiencias de iniciación, enfrentándolos con rivales dignos, sean estos humanos o aliens. A pesar del peligro enfrentado, las batallas experimentadas con humanos y monstruos, les servirían para probarse a sí mismos y a su pueblo que son dignos guerreros y cazadores. Por cada alien o guerrero humano derrotado en combate, los depredadores marcarían sus cascos con una línea, o cobrarían los cráneos de sus adversarios caídos, lo cual sería símbolo de estatus social y psicológico frente a los suyos.

Entonces entendemos el trasfondo y significado universal de las pruebas rituales de paso e iniciación desarrolladas en la trama de Alien Vs Predator (2004). Brindándole un interesante contexto místico y antropológico a la cinta.

Los ritos de paso o de iniciación a la vida adulta, según el antropólogo francés Edgar Morin, conllevan algunas características específicas, las cuales pueden considerarse hasta cierto punto universales y comunes en diferentes pueblos de distintas épocas:

  1. Conllevan un nivel considerable de dolor que puede resultar bastante elevado, hasta el grado de poner en riesgo la salud e incluso la vida de los jóvenes iniciados.
  2. Implican también fuertes experiencias de aislamiento y soledad, que ponen en juego la capacidad emocional del iniciado, obligándolo a separarse temporalmente de su familia y comunidad. En ocasiones por grandes lapsos de tiempo que pueden llevar incluso años.
  3. Obliga el enfrentamiento a experiencias y pruebas completamente nuevas e inesperadas para las que, por más que se haya preparado a los participantes, estos no esperarían de ningún modo enfrentar (EDGAR MORIN –El Método II: La Vida de la Vida. Barcelona. Ed. Cátedra, 2002).

Tenemos tres componentes característicos de los ritos de paso hacia la vida adulta, comunes en las tradiciones de diversas culturas de todo el planeta y en muy diferentes periodos históricos: dolor y peligro que pueden llegar a poner en riesgo la vida, aislamiento y soledad, y por último, absoluta sorpresa y novedad para el joven iniciado.

Los depredadores estarían enfrentándose en un planeta para ellos ajeno, como lo es la Tierra, a experiencias absolutamente riesgosas, desconocidas y mortales. Con seres alienígenas y humanos, bien armados y equipados, sea tecnológica o genéticamente,  para presentarles batalla.

El estudio y la revalorización de los ritos de paso por parte de científicos y artistas, como el caso del guionista Paul Anderson en la entrega Alien Vs Predator (2014), nos permitiría reconectarnos a los lectores y espectadores, con procesos culturales y espirituales perdidos en la historia. O cuando menos llegar a apreciarlos y tenerlos en cuenta.

Según Morin, la finalidad de tales ritos era la posibilidad de establecer un puente profundo entre los jóvenes iniciados y el pasado de su pueblo, con sus ancestros, y también con el Universo. Una vez dentro de un peligroso y fuerte rito de iniciación, las posibilidades eran mínimas: morir, enloquecer, perderse para siempre, ser destruido, o emerger triunfal, convertido en un hombre nuevo, un verdadero guerrero. A menudo, quienes sobrevivían y superaban tales ritos, retornaban a sus comunidades transformados en hombres diferentes, recibían nuevos nombres, tenían acceso al lenguaje oculto de su cultura, reservado para los iniciados y brujos. Habían ganado el derecho de acoplarse sexualmente con las mujeres de su pueblo, o ganaban la posibilidad de aspirar algún día a convertirse en chamanes y guías espirituales de su gente.

Tras el establecimiento de las civilizaciones industriales y ahora informáticas, el contacto con las experiencias iniciáticas y de paso se habría perdido completamente. Por lo que la inmensa mayoría de los hombres modernos, desde el punto de vista de nuestros antepasados, sin haber experimentado jamás pruebas de vida y del espíritu verdaderas, carecerían del derecho de llamarse hombres desde el punto de vista espiritual antiguo. Nos encontraríamos en las sociedades contemporáneas, con pueblos enteros de niños grandes, de adultos infantilizados y despojados de valores espirituales con los cuales orientar su vida.

Una vez al interior de la pirámide en la Antártida, un grupo de ingenuos científicos humanos liberaría sin darse cuenta, a una horda de sangrientos aliens. Con su aparición, sería activada también la señal para la llegada de los jóvenes guerreros predators desde su lejana galaxia.

Repentinamente, los seres humanos se verían por completo atrapados en medio de una guerra intergaláctica entre monstruos llegados desde lejanos mundos hacia la Tierra.

Los aliens constituirían rivales altamente mortíferos y sangrientos para los Depredadores. El saldo entre ambos bandos extraterrestres sería de uno a uno, hasta exterminar a todos los aliens, predators y humanos participantes en la contienda. Quedando únicamente un joven predator en pie, sobreviviente, y una valerosa y bella geóloga humana.

  1. La Cruenta Batalla en un oscuro bosque del Medioevo

El grupo de jinetes, en compañía del astuto moro, se internan en un bosque de penumbra y arbustos. Pronto descubrirán que su infernal enemigo utiliza un campo de energía para camuflarse entre los árboles  y pasar desapercibido. También tiene a su servicio toda clase de artilugios técnicos, como rayos láser, pistolas y rifles.

Por su parte, lo único con que cuentan los caballeros templarios, además de sus rudimentarias armas, es su valor y una fortaleza que no se quiebra con nada.

El primero en caer a manos del predator es el gigante germánico, ensartado por la retaguardia con las poderosas y afiladísimas cuchillas que la criatura extraterrestre  expulsa hábilmente de su muñeca.

La bella arquera vikinga se confrontará sola contra el monstruo, pero pierde su cabeza en combate, en medio de alaridos. Los dardos y flechas de los guerreros no logran hacer el menor rasguño al monstruo, uno a uno son eliminados los templarios, hasta quedarse solos Sir Thomas y el ladino Zaid.

¿Ante tales ventajas tecnológicas por parte de los predators, qué es lo que los haría arribar al planeta Tierra, en una época donde el armamento de los seres humanos no ha evolucionado en lo absoluto para constituirlos en rivales dignos para los extraterrestres? Si la finalidad de su llegada a la Tierra es justamente enfrentarse a experiencias de aprendizaje y desarrollo de sus jóvenes guerreros, ¿Qué es entonces lo que estos monstruos tendrían que venir a aprender de los hombres medievales…?

En este caso estamos hablando del cortometraje Predator: Dark Ages, realizado apenas en este 2015. El cual puede descargarse gratuitamente de diversos sitios de la Internet, incluido Youtube. Dirigido por un pequeño grupo de jóvenes artistas ingleses, fanáticos de la ciencia ficción y los filmes de horror. A la cabeza del equipo se encuentra el director James Bushe, quien pese a ser un novel cineasta autodidacta de origen obrero, ha participado cuando menos en diez diferentes festivales de cortos y cines de horror, ganando ya algunos de ellos.

Al iniciar su cinta, de apenas 30 minutos, nos aparece una advertencia relativa a los derechos de autor y del nombre de Depredador. Se nos advierte que la obra fue creada absolutamente con fines recreativos y de diversión por un grupo de fans de las sagas. Quienes en ningún momento han pretendido hacer negocio con el concepto de Predator, perteneciente a los estudios Fox. Proponiéndose antes que nada divertirse, disfrutar con la realización de la obra, pero sobre todo realizar un homenaje a uno de sus personajes del cine predilectos.

Las caracterizaciones de los personajes capturan nuestra atención al instante, haciéndonos sentir que nos encontramos ante una producción que pese a su brevedad, es sumamente profesional. Todo, las luces oscuras, acordes con la Edad Media y la trama de horror, los ambientes, las actuaciones, nos transportan precisamente a esas Edades Oscuras de Europa del año 1000. Por lo que recomendamos altamente no dejar de perderse este corto.

En el caso de la orden de los Caballeros Templarios, conocemos que poseían variados ritos de iniciación inspirados en diversas culturas con las cuales entraron en contacto en sus viajes a Oriente y en las Guerras Cruzadas. Particularmente se conoce que tenían bastante influencia de los rituales egipcios y judíos esenios.

A mediados del Siglo XX, cuando en Jerusalén fuera desenterrado el monasterio esenio de Qumrán, los arqueólogos se encontrarían desconcertados ante la presencia de variadas piscinas y baños termales en diversas habitaciones del complejo judío. En un inicio los científicos de corte occidental afirmarían que estos lugares obedecían a las costumbres higiénicas de sus habitantes. Empero, actualmente conocemos también que los mismos esenios absorbieron bastantes ritos y conceptos de la cultura egipcia y griega más antiguas. En las que el propio Rey Salomón, Jesucristo y Juan el Bautista se prepararon. Por lo que puede afirmarse hasta cierto punto que tales piscinas y baños, eran sobre todo lugares para realizar baños y ritos iniciáticos, muchos de los cuales estaban inspirados en los procedimientos egipcios, de los cuales los templarios aprendieron bastante.

La finalidad de los rituales antiguos también era redescubrir valores universales poderosos por parte de los iniciados: como la justicia, la valentía, la sinceridad, la humildad. Los cuales desde el punto de vista antiguo, poco tienen que ver con los conceptos que actualmente tenemos de ellos los hombres contemporáneos. Aunque nos guste hablar sobremanera de ellos.

Entonces los Predators tendrían muchísimo que aprender de los hombres medievales al entrar en contacto e incluso luchar con ellos, pese a sus deficiencias armamentísticas y tecnológicas. Tal vez más que de su confrontación con los humanos modernos, quienes contarían con armamento mucho más sofisticado.

El hombre medieval se consideraba de facto unido a Dios desde su nacimiento, destinado a realizar un destino que éste le habría designado. Desde el más humilde artesano o campesino hasta el más cruel emperador. La unión entre el hombre medieval y el Universo era absoluta e indisoluble. Completamente entregado a la voluntad de su Dios y del Cosmos, de una manera que a nosotros nos resultaría en la actualidad por completo incomprensible. Autónomos e independientes como nos sentimos, ingenuamente poseedores de un libre albedrío que de ningún modo hemos ganado y de una libertad ficticia e ilusoria, la cual más bien es nuestra cárcel.

Sir Thomas y el habilidoso Zaid deberán unir sus fuerzas para sobrevivir en medio del bosque, frente a los ataques inesperados de la criatura que se hace invisible.

Sir Thomas retará a duelo cuerpo a cuerpo al traicionero Predator, quien lo aceptará, sorprendido, extrayendo sus peligrosas cuchillas y confrontándose  con el templario espada con espada.

El inglés no tendrá la menor oportunidad ante la fuerza descomunal y habilidades sobrehumanas del monstruo, pero conseguirá herirlo y no le hará demasiado sencilla su derrota.

Al punto de morir ejecutado por el Depredador, entrará en escena el moro: Zaid. Quien se encarará con el monstruo, rogándole que perdone la vida de Sir Thomas, ofreciéndole a cambio humildemente la suya.

El extraterrestre entrará entonces en un fuerte dilema, paralizado por la disyuntiva moral de tener que asesinar a dos valerosos humanos, que no tienen para presentarle batalla, más que sus corazones y su alma.

Aceptando su derrota, en éste caso, moral, el monstruo perdonará la vida de los dos hombres, cobrando tan sólo el casco guerrero de Sir Thomas, como recuerdo de la experiencia.

Retornará a su nave espacial, con una de los más importantes aprendizajes de su alienígena existencia: el valor y la lealtad. Partiendo luego hacia su planeta.

Tanto Zaid como Sir Thomas, sobrevivientes, se preguntarán si en el caso del predator, se enfrentarían con alguna manifestación del Maligno, o de un monstruo por completo desconocido para ellos.

 

Josecito, el paciente esquizofrénico quien vive en la calle con su gato y sus tres perros

perro-y-mendigo

 

 

La verdadera sabiduría no consiste en presumir estar loco. El hombre sabio jamás presume: duda a menudo y cuestiona su propio juicio. El hombre ignorante es obstinado y necio. El necio nunca dudará de su juicio y cree que lo sabe todo sobre todas las cosas, ignorando sobre todo lo más importante: su propia ignorancia.

(AKHENATON)

 

1.

Conocimos a Josecito en la década de los noventa, cuando realizábamos nuestro servicio social en el Antiguo Hospital Civil, en los departamentos de Psiquiatría y Neuropsicología. Por ahí del año 1997.

En aquel entonces ambos teníamos la misma edad: 21 años casi cumplidos. En su tiempo, fue el primer paciente esquizofrénico grave con quien tuvimos contacto.

A Josecito lo llevaba su mamá cada quincena a su consulta con el Dr. A. Con quien tenían al parecer ambos, una relación de mucha confianza.

Siempre  llegaba José, cogiendo a su mamá por el brazo, caminando juntos muy despacito porque la señora, Doña Brígida, tenía problemas de artritis y había sufrido un accidente vascular cerebral que casi le paralizó el brazo y la pierna un par de años atrás. También Josecito caminaba lento, tanto por los efectos secundarios de los medicamentos controlados que debía tomar, como debido a su carácter tranquilo, paciente, amable y observador.

Josecito era demasiado generoso, jovial e inocente, muy fácilmente le salía la plática con cualquiera y comenzaba a conversar largo y tendido. Le gustaban mucho (y aún le encantan) los animales: los perros, los gatos, las tortugas, los pollos, los pericos, los patos y los insectos. Los quería mucho. Y desde siempre éste fue su principal tema de conversación.

Al parecer la dura enfermedad, la cual se le manifestó desde los 12 años, lejos de destruir por completo su ser, como ocurre en muchos casos de trastornos neurológicos y mentales severos, lo había ayudado a preservar su inocencia y luminosidad intacta desde niño, hasta  su edad adulta.

En una gran cantidad de ocasiones en que los contemplamos asistir a sus consultas los viernes de cada quincena a las seis de la tarde, también iban acompañados de su perra Tita, una chihuahua color marrón a la que casi siempre llevaban metida en una bolsa de mano con una cobijita. En aquel entonces Tita ya era una anciana, igual que doña Brígida: tenía ocho años pero era muy bien portada: jamás le ladraba a los médicos ni a las enfermeras y siempre se quedaba quieta en la bolsa de mano donde la cargaba José. Observándolo todo con mucho detenimiento y sin nada de malicia, del mismo modo que su joven amo.

A pesar de sus achaques y dolencias, doña Brígida aún era muy activa y productiva. Vendía comida por las noches: tortas, pasteles, tostadas, gorditas, plátanos fritos, botanas y bebidas en un puesto ambulante. Y Josecito era su más fiel y férreo ayudante. Ambos eran trabajadorcísimos. Vendían todas las noches por las calles sus apetitosos productos culinarios, y caminaban juntos diariamente a lo largo de muchas calles de varias colonias de la ciudad, empujando su carrito de mano en el que ofrecían suculentos productos y sabrosuras, los cuales, me consta, eran bastante deliciosos. Pues la señora era una experimentada cocinera.

Cuando los conocimos, doña Brígida ya tenía más de ochenta años. Nos conmovía mucho que siendo  una mujer tan mayor, toda una flamante longeva, no hubiera tenido la posibilidad de acceder a una pensión, en lugar de continuar caminando interminables calles por las noches y trabajar muchas horas a diario. Pudiendo jubilarse y descansar como se lo merecía, tras tantos años de cuidar a seis hijos y diez nietos, manteniéndolos y sacándolos adelante casi a todos con las ganancias de su modesto negocio.

2.

Doña Brígida no tardó en volver a sufrir otro ataque vascular y esta vez resultó definitivo. Falleció tras unos días de un paro respiratorio en una de las salas del mismo hospital.

Los hermanos de José no sólo lo echaron a la calle de inmediato, pues la señora no dejó ningún testamento a nombre del muchacho, sino que también lo despojaron de su carrito donde vendía comida, impidiéndole trabajar y generar ingresos para subsistir.

Sus hermanos vendieron la casa, el carro de mano y los utensilios de cocina con los cuales  él laboraba.

Para echarlo a la calle lo amenazaron de muerte, diciéndole que lo molerían a palos o lo agarrarían a machetazos si no se iba de inmediato. El muchacho apenas tuvo tiempo de coger un abrigo, una cobija y la bolsa con la fiel Tita adentro y salió corriendo para escapar de las agresiones de sus familiares.

Completamente solo, sin un ningún tipo de contacto, conexión familiar ni social, tan sólo acompañado por su perra, Josecito  regresó al Hospital Civil, en busca del Dr. A., con quien contaba como único amigo.

Durante un tiempo el Dr. A. le proporcionaba algún dinero y le facilitaba la entrada al comedor de los empleados del hospital, para que pudiera almorzar y cenar. Pero el Dr. A. también era un anciano, y no tardó en caer enfermo de cáncer y ser retirado del servicio.

Josecito se refugiaba en las cercanías del hospital, en donde recibía la ayuda de los comerciantes, quienes lo conocían de años. Le facilitaban comida, ropa, cobijas para él y Tita. A cambio él les ayudaba a barrer la banqueta, regar los jardines y tirar la basura. Dormía en los parques cercanos al Hospital, en la entrada de las iglesias con su perra. Dejó de tomar sus medicamentos psiquiátricos, pues no tenía quien cuidara de él ni quien supervisara sus consultas. Sin embargo, no le pasó nada sin ellos, ni tampoco empeoró su enfermedad. Contrariamente, comenzó a tener más lucidez y a sentir sus ideas más claras cada día, probablemente, como él mismo nos contara después,  la medicina controlada entorpecía su mente y aletargaba su organismo.

Su cuerpo se sintió cada vez más fuerte con el paso de los meses sin medicamentos. Sus pensamientos estaban más aclarados: por primera vez las voces interiores que lo acosaran durante décadas resultaron menos amenazantes, aunque jamás se fueron del todo. Dentro de su inocencia, contando sólo con su intuición, pues sólo asistió hasta segundo de primaria, logró concluir que los tratamientos médicos, más que ayudarlo, lo perjudicaban.

Ciertamente Josecito sufrió mucho, sobre todo los primeros años de su vida en las calles. En una ocasión un grupo de hombres lo subió a la fuerza a un automóvil durante la madrugada, mientras dormía. Según nos relatara después, con sus palabras, al parecer lo violaron y luego lo arrojaron a la calle de nuevo. También su perra Tita falleció, pues ya era una ancianita.

Empero, Josecito no tardó en sobreponerse a todas las agresiones de los hombres, incluyendo las de su familia. Comenzó a recoger papel cartón y latas de aluminio para venderlos, alguien le obsequió otro carrito de mano y no tardó en transformarse en todo un experto reciclador de aluminio, cartón, cobre y otras cosas.

Lo hemos encontrado varias veces a lo largo de los años y siempre es grato saludarlo y descubrir que cada vez tiene nuevas mascotas. Las cuales al parecer son sus mejores amigas, mucho más fieles y nobles que los hombres.

Hace un par de días lo vimos de nuevo, a la salida de una estación del Tren Ligero, atando con gran habilidad una torre de cajas de cartón con una cuerda sobre su carrito de mano, para poder transportarlo con más facilidad.

Nos sentamos un rato con él. Siempre nos ha sorprendido cómo, ni la gravedad de su esquizofrenia, ni las acciones despiadadas de los hombres, han conseguido jamás dañar su inocencia y amabilidad. Continúa siendo el mismo niño de siempre que sonríe, conversa con quien se puede y ama sobremanera a los animales.

En esta ocasión lo acompañaba Chato, un perro American Stamford, a quien Josecito encontró herido y atropellado en una gran avenida de las que a diario recorre en sus cacerías de aluminio y materiales de reciclaje.  Nos dijo que lo curo y ahora es su mejor amigo. También lo acompañaba Canela, una bella hembra criolla como de un año de edad, color café, quien es su más fiera guardiana. Al parecer ella está embarazada.

Junto a ellos estaba Salchipulpo, un viejo y noble perro salchicha de más de diez años, a quien encontró bajo un puente cuando era cachorrito. Salchipulpo llegó a su vida poco después que muriera Tita, la chihuahua,  tiene con él bastante tiempo.

También Peluche, una gatita blanca con manchas negras atigradas, quien ya tiene cerca de cinco años a su lado, la cual viaja todo el tiempo sobre el carrito de mano. A ella ya la habíamos visto en otras dos ocasiones pasadas, junto a Salchipulpo, cuando encontráramos por casualidad a José por la calle.

“Josecito”, así lo llamaba cariñosamente doña Brígida. Ahora es todo un cazador de materiales de reciclaje, se encuentra delgado pero muy fuerte y sonriente. En esta ocasión compartía seis tacos de carne asada con sus mascotas. Con sus manos acercaba los bocados de carne y tortilla y se los daba en el hocico a los perros y a la gatita.

Le regalamos veinte pesos, pues tampoco traíamos mucho dinero. Nos despedimos deseándole lo mejor y lo vimos alejarse rumbo a una fábrica, donde Josecito esperaba encontrar muchos más kilos de cartón y latas en la parte donde arrojan sus desperdicios. Se perdió lentamente por una gran avenida, empujando su carrito, mientras la cola de Peluche, la gata, brillaba blanquecina, erguida al medio día. Su fieles perros se fueron caminando tras de él, muy pegaditos y sin perder a José.

Giovani Papini y el Conde de Saint Germain se conocen en la India

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Si vuestros semejantes conociesen mejor la historia, no se extrañarían de ciertas afirmaciones. En todos los países del mundo, antiquísimos y modernos, vive la firme creencia  de que algunos hombres no han muerto sino que han sido arrebatados, esto es, desaparecen sin que se pueda encontrar su cuerpo. Estos siguen viviendo escondidos y de incógnito o tal vez se han adormecido y pueden despertarse y volver de un momento a otro.

(GIOVANI PAPINI –El Libro de Gog)

 

1.

El viaje duró varios días en barco a través del Mar Rojo. El escritor descubrió a aquel singular individuo desde que abordaran en Europa. O quizá el conde de Saint Germain intuyó la presencia del primero al inicio, cuando dejaran tierra.

Era de talla mediana, aparentaba tener no más de cincuenta años de edad. El escritor italiano, por su parte, pasaba ya los cuarenta, con sus gruesos anteojos de fondo de botella y su cabello ensortijado. Sus miradas se encontrarían furtivamente en repetidas ocasiones a lo largo del viaje, sin poder evitar la tentación de conocerse mutuamente. Sin lugar a dudas,  Saint Germain habría leído La Historia de la Literatura Italiana que brindó bastante celebridad e hizo muy conocido a Papini. Dedicada al Dulce: a Benito Mussolini: benefactor de las artes y las letras, como lo nombrara al inicio de su obra, por la cual se le condenaría y perseguiría hasta el cansancio, años después, hacia el final de su vida. Con seguridad leyó también su Historia de Cristo, escrita en su primer periodo como creador, de un ateísmo declarado y hasta ingenuo. Le habría llamado sobremanera la atención que de aquel ateísmo tan aguerrido, su pensamiento y su espíritu evolucionaran al grado de llevarlo a abrazar de nueva cuenta y con gran fervor el catolicismo romano, la religión con la que fuera bautizado. Un cambio de 180 grados que no dejaría de asombrar a sus lectores no sólo en Italia y Europa, sino más allá de las fronteras continentales. Un cambio de espíritu que sin duda llegaría hasta los oídos del conde, durante su prolongada estancia en la India. Apartado de los hombres occidentales, de los cuales se encontraba cansado, incluso hastiado.

Giovani Papini también habría leído y escuchado bastante sobre la activa participación del conde de Saint Germain en las sociedades europeas del siglo XVII. De sus hazañas como violinista, pianista, flautista y compositor musical, también como poeta, alquimista, profesor de arte, ocultismo, astrología y magia en diversas cortes, del mismo modo que como asesor de obispos, papas, príncipes y monarcas. De su presunta y misteriosa longevidad, la cual abarcaba, según contaban las leyendas,  poco más de 1800 años de edad.

Papini caminaba una noche por la cubierta, admirando  a través de las aguas nebulosas las luces de puertos lejanos, de costas  distantes y de otros navíos en ruta. Cuando el conde se le aproximo amablemente. La conversación entre ambos personajes tan singulares no  tardaría en surgir, debiendo resultar fascinante y espontánea, como un caudal sin freno. El conde de Saint Germain no dejaría tampoco de sentirse con la suficiente confianza  y de casi confesarse ante el escritor italiano. Le rebelaría que le resultaba ofensivo el que los europeos lo creyeran tan viejo como para haber conocido a Cristo y contemplar su crucifixión. Pero que por otro lado su existencia sí abarcaba los suficientes siglos como para conocer personalmente  a Leonardo da Vinci, a Shakespeare a Cervantes y todavía continuar con vida a inicios del siglo XX.

Papini recordó que en varias ocasiones los biógrafos dieron a Saint Germain por muerto. Reapareciendo luego en los más distantes lugares: en la corte de los zares rusos, en Viena, Polonia, Transilvania, con sus aristócratas. Sea como profesor de música, danzas, idiomas, o como consejero y experto en alquimia y otras artes ocultas. Pero a mediados del siglo XIX se sumergiría en el silencio absoluto, desapareciendo de la vista pública, dándosele por muerto de manera definitiva.

 

2.

Aunque no se conoce el hecho de que realmente Giovani Papini hubiera viajado alguna vez a la India, que incluso saliera siquiera en alguna ocasión de Italia, su mente sí que se habría trasladado a diversas geografías, tiempos históricos y literarios para conocer a todos los lugares y personajes que fascinaban y nutrían su imaginación.

Para ello se valió de un personaje igualmente fuera de lo común que él: Gog. Un gigante de origen haitiano, de piel morena, inteligencia simple y gran curiosidad, producto de su pluma. Supuestamente, en una de sus variadas estancias hospitalarias y psiquiátricas, debido a su frágil salud, Papini habría conocido a Gog en un centro de internación para débiles mentales y neuróticos, del cual él era también paciente. Coincidieron una cálida mañana, mientras ambos tomaban el sol, haciéndose amigos.

Gog le contaría que era dueño de una inmensa fortuna, la cual invirtió durante años en incontables viajes y en contactar con los personajes más inusuales, entre ellos el conde de Saint Germain. Pero también a muchos otros, tanto de las artes como de las ciencias y la sociedad: H. G. Whells, Edison, Henry Ford, etc. En su encuentro con Lenin en Moscú, Papini aprovecharía para burlarse del viejo bolchevique, sifilítico, sádico y amargado. Pintándolo como un conspirador enfermo de poder, quien igual habría utilizado cualquier religión o la ideología que fuera, con tal de hacerse con el control absoluto de Rusia y conseguir asesinar y aprisionar a miles de personas, tal como lo hizo.

Un buen día, Gog se marcharía de aquel sanatorio sin despedirse, dejando más que un manuscrito encargado a Papini, donde relataba todas sus inusuales aventuras y viajes.

Los libros de Papini escritos en su madurez: San Agustín, Historia del Diablo, El  Libro de Gog, El Libro Negro, Los Operarios de la Viña, desbordan una fortísima inclinación católica y cristiana, amén de infinita belleza y genialidad, además de un anticomunismo encarnizado. Hasta buena parte de su etapa de madurez como creador, Papini gozó de la buena fortuna y del beneplácito de sus lectores católicos y no creyentes, entre los que se encontraban importantes  políticos conservadores y miembros del clero, contando al mismísimo Mussolini dentro de los mismos.

Ocupó en su juventud puestos en grandes bibliotecas, las cuales leyó por completo, presidió instituciones literarias y revistas, incluso gozó  durante un tiempo de un lugar en la Academia Italiana de la Lengua. Obteniendo también una plaza en la Universidad de Roma, aunque no tenía acreditación alguna como profesor universitario, contando tan sólo con una poderosa cultura universal obtenida mediante grandes esfuerzos autodidactas.

Precisamente gracias a su anticomunismo y su cercanía con la religión católica, sería orillado a la marginalidad y al olvido en sus últimos años. Con el desenlace de las guerras mundiales, la caída de Mussolini y su abierta colaboración con Hitler. Los tiempos históricos le resultaron a Papini cada vez menos favorables. Era lógico que un escritor católico y simpatizante del fascismo como Giovani Papini, terminara sus días enfermo, recluido en un convento franciscano, casi ciego, paralítico e incluso mudo. Dictando como podía sus últimos manuscritos a su secretario, quien le alimentaba en la boca y satisfacía su aún inmensa curiosidad bibliográfica leyéndole en voz alta hasta el momento final. Se cuenta que de joven, Giovani Papini juró leer todos los libros escritos en la historia humana.

Sus perseguidores, por más que se empeñaron en hundir en el olvido al viejo y enfermo escritor católico, cancelando las ediciones de sus libros, guardando en las polvosas bodegas de las bibliotecas sus magníficos volúmenes, no conseguirían de ningún modo derrotar su pluma. Aunque muriera muy enfermo, olvidado y recluido en aquel monasterio en Roma, sus obras y su escritura serían un magnífico ejemplo de que las grandes manifestaciones del arte consiguen trascender y colocarse por encima de cualquier ideología, bandera e idiosincrasia. Perviviendo a través de los siglos. Del mismo modo que la personalidad inmortal del conde de Saint Germain.

 

3.

De pronto, el conde de Saint Germain abordó un tema poco tocado, incluso prohibido en los cursos y libros oficiales de historia y literatura occidental: la cuestión de la inmortalidad. Le confesó a Papini ser parte de una muy escasa élite de hombres que no mueren, o que tardan mucho más que el común denominador en fallecer. Desapareciendo apenas o entrando en trances y letargos, durante cientos e incluso miles de años. Aguardando el momento oportuno para despertar y reaparecer en el escenario de los hombres, jugando un papel fundamental en su liderazgo y en la historia.

Repentinamente, nos dice Papini, el conde pareció agobiado y mucho más viejo de como se presentó en un inicio. Le dijo al escritor que ya estaba demasiado cansado, que por eso permanecía la mayor parte de su tiempo en Oriente, lejos de Europa y de los hombres occidentales, de quienes estaba harto.

Ambos personajes cayeron en un prolongado silencio y se despidieron apenas dándose la mano. En los dos días siguientes de viaje, Saint Germain pareció incluso evitar encontrarse de nuevo con el escritor. Cuando el barco hizo escala en Benarés, Papini contempló al enigmático conde de Saint Germain descender por la rampa del vapor. En el puerto lo esperaban ya dos ancianos y barbudos brahmanes. El conde volteó apenas un instante para despedirse del escritor con un gesto veloz de su rostro. Desapareciendo luego entre la multitud de la India, custodiado por sus dos acompañantes.

Ernest Hemingway, Por Quien Doblan las Escopetas

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A man named Thomas Hudson, who was a good painter, lived there in that house and worked there and on the island the greater part of the year… Thomas Hudson, who loved the island, did not want to miss any spring, nor summer, nor any fall or winter….

(ERNEST HEMINGWAY –Islands in the Stream)

 

La escritura de Hemingway es ordenada y pulcra, como alguna de sus múltiples escopetas, revólveres y rifles con los que hizo safaris por África en repetidas ocasiones. Los cuales tenía resguardados en el sótano de su casa de Idaho, a cuyo arsenal recurriría ya en su senectud, en pos de la poderosa escopeta Boss, para utilizarla un buen día contra sí mismo.

Bien pulidos, calibrados, listos para accionarse, los sujetos  y tópicos de sus oraciones emergen en cada párrafo perfecto, seguidos por sus predicados fieles, en sentencias breves, precisas y contundentes, como los disparos de un batallón de fusilamiento, pulcramente sincronizado para dar en el blanco. Éste estilo pragmático, concreto, muy poco errático y efectivo, sería una de sus fórmulas para el éxito literario. El cual tendría una influencia inmensa en cientos de escritores norteamericanos posteriores a él, e incluso en el mundo del  cine.

Islands in the Stream (Islas en el Golfo) nos muestra a un Hemingway disciplinado, con una vida casi espartana, como la de un antiguo guerrero griego o un monje de la Iglesia Ortodoxa. La vida de su personaje principal: Thomas Hudson, un exitoso pintor norteamericano, transcurre sin sobresaltos: rutinaria, ordenada pero sumamente productiva en lo artístico. Exiliado en una isla del Pacífico de la que es uno de los pocos habitantes y propietarios, su cotidianidad tan sólo se altera unas pocas semanas al año, cuando sus hijos lo van a visitar desde los Estados Unidos. Levantándose a las cinco de la mañana todos los días para ejercitarse y nadar en la hermosa bahía que habita, transcurre la mayor parte del día en su estudio, trabajando sin descanso en sus cuadros -es paisajista-, haciendo algunas pocas pausas para comer frugalmente, beber algunos tragos de buen licor y responder su correspondencia.

Solitario, férreo artista y creador, igual que Hudson, así era también Hemingway en sus largas estancias entre París, La Habana e Idaho, escribía buena parte de sus novelas y relatos de pié, sobre su poderosa máquina de escribir, tecleando incansable y girándose de espaldas tan sólo unos minutos al día para beber tragos de ron cubano y dar fumadas a sus deliciosos habanos.

Pero Thomas Hudson, del mismo modo que Hemingway, también es un hombre de acción: miembro de la CIA, la segunda parte de su novela nos mostrará un lado contrastante del meditabundo e introspectivo pintor Hudson. Trabajando en la Habana para el Servicio Secreto Norteamericano poco antes de la Revolución Cubana, aprovechando sus amplios conocimientos en idiomas europeos y cultura universal. Hará su contribución a sus compatriotas, ayudándoles a descifrar mensajes en clave de gobiernos enemigos También Hemingway tuvo una vida movidísima: reportero durante la primera guerra mundial, camillero voluntario y cronista periodístico, sería herido en acción en Europa y se enamoraría de una bella enfermera. De cuya vivencia surgiría la increíble novela Adiós a las Armas.  Recurrente cazador en África, sufriría varios accidentes en sus andanzas por el Continente Negro, caídas de aviones, quemaduras, fracturas, pérdida de todo su cabello y barba en incendios. De estas experiencias emergería uno de los mejores relatos cortos de la literatura universal: Las Nieves del Kilimanjaro, en donde la infección en la pierna perforada al caminar cerca de unos arbustos de un escritor, cuyo fracasado matrimonio contrasta con sus éxitos literarios, lo arrastra a una muerte lenta y angustiante, consumido por la gangrena, el miedo y los sentimientos de culpa.

Las Nieves del Kilimanjaro culminará con el descenso del escritor, quien a pesar de todo tendrá tiempo para reconciliarse con su última esposa y con la vida. Agonizando y lanzando su último aliento mientras contempla las cumbres nevadas del Kilimanjaro. Así sería también la vida de Hemingway: con rotundos éxitos en lo artístico, pero severos fracasos en sus múltiples y fallidos matrimonios, la paternidad y la vida afectiva.

El legendario Robert Jordan, héroe de su más famosa y celebrada novela: Por Quien Doblan las Campanas, elegiría una muerte heroica y tranquila mientras trata de huir con una pandilla de partisanos en la España de la Guerra Civil. Encontrándose al punto de conseguir escapar con el puñado de guerrilleros republicanos a quienes lidera a través las serranías de Navarra, tras conseguir volar con dinamita un puente de los franquistas, una bala de mortero matará al caballo de Jordan cuando ya casi se encontraba fuera del alcance de sus enemigos. En una decisión culminante y definitiva, se despedirá de su novia, la bella María, eligiendo esperar detrás de un árbol con su ametralladora a los militares que les siguen los pasos. Con la cadera fracturada, el fin de Jordan es seguro.

Así también, una  solitaria mañana, Hemingway descenderá dando traspiés por las escaleras de su sótano en los Estados Unidos. Paranoico, creyendo que el FBI lo monitorea día con día debido a sus vínculos con el gobierno cubano y con la República Española. Los incipientes síntomas de demencia senil y delirium tremence, fruto de una vida  de la mano del alcohol, constituirían la música de fondo de su último capítulo. Descolgaría la escopeta calibre 2, doblándola y desdoblándola temblorosamente en un clic, tras introducirle los dos cartuchos expansivos. Una depresión profunda lo perseguiría también desde meses atrás, al saber que de ningún modo podría recuperar sus manuscritos alojados en un banco en Cuba de antes de la Revolución, ni su casa en la Habana, ni su biblioteca de más de 3000 volúmenes, ni sus cañas de pescar, ni sus armas, ni otras de sus amadas pertenencias.

El helado orificio de la escopeta penetraría su boca y el accionar de su gatillo, no se harían esperar.

Exit Humanity: Nuestro amor por los zombis

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Vivir de manera tan completa, en un estado tal de felicidad –que implica, desde luego, meditación- es realmente el problema fundamental que nos concierne. Y también lo es el descubrir si podemos comprender esta vida no en fragmentos, sino completamente: si podemos estar completamente involucrados en la vida, y no comprometidos con alguna parte de ella -estar implicados en el proceso total de vivir,sin conflicto alguno, sin desdicha, confusión ni dolor. Ese es el verdadero problema. Porque sólo entonces podemos dar origen a un mundo diferente. Esa es la verdadera revolución, la interna revolución psicológica de la que emerge una inmediata revolución externa. Hagamos pues, el viaje,  juntos.

(JIDDU KRISHNAMURTI –Usted es el Mundo)

 

No le temo a nada, por lo tanto podré verme a mí mismo…

 (DON JUAN MATUS –En: Carlos Castaneda, Viaje a Ixtlán)

 

  1. Exit Humanity

Edward Yong es el nombre de un brillante pero anónimo poeta de los tiempos de la Guerra Civil Norteamericana. En vida no conocerá la fama como literato, de hecho no conocerá fama alguna, pero sus escritos, versos, anotaciones, dibujos, bocetos  y sobre todo su diario de la Guerra, le harán ser recordado muchas décadas más tarde. Aunque no lo pretendía, ni lo soñaba.

No es poeta académico: jamás fue a la escuela, pero es gran lector y aprendió a leer y escribir por su cuenta. Todos los días, al terminar las labores en la pequeña granja  en Tennessee que heredó de sus padres, en donde  ahora vive con su esposa e hijo de siete años, a quienes adora, se tiende sobre su mecedora bajo un zaguán a disfrutar de su Shakespeare, su Cervantes y su Petrarca. También a realizar anotaciones, versos y dibujos de todo lo que ve cotidianamente.

La Guerra Civil lo sorprenderá de lado de la causa abolicionista y de Abraham Lincoln. No le interesa ninguna ideología ni causa política específica, pero se verá enrolado en una tropa  como soldado raso por meros compromisos familiares, por tal de conservar los derechos de su granja. Bajo las presiones implacables de sus suegros y su abuelo.

A causa de un milagro, precaución extrema y cuidados, o sólo por casualidad, jamás es tocado por ninguna bala a lo largo del conflicto. Las páginas de su diario se llenan con abundantes párrafos, descripciones y dibujos que ilustran todo aquello de lo que es testigo en aquellos años  y que no es poco.

Por su parte, no hay día que no añore abandonar un conflicto en el que no cree, para regresar a su granja con su familia.

Pero el horror contemplado durante las batallas, no será nada en relación con aquello que irá apareciendo a lo largo del final de la Guerra Civil, cuando se supone que los confederados sean desarmados y enjuiciados.

Personas comunes y corrientes de ambos bandos, deambulando sin consciencia alguna, produciendo gritos, chillidos y sonidos guturales, con los rostros y los miembros descarnados, la piel pálida como cadáveres ambulantes. No tienen más entendimiento que el de comer carne humana fresca, morder víctimas y convertirlos en criaturas aberrantes similares a ellos, o devorar si es posible, a alguien hasta dejarlo en los huesos.

El diario de Yong registrará como testigo directo cada detalle, dando un giro, de diario de guerra a novela de horror.

Se trata del filme de zombis: Exit Humanity, dirigido por John Geddes y lanzado en 2011. Es curioso que una película tan interesante, entretenida y bien amarrada, de un género que por cierto está de moda, apenas haya sido mencionada en algunos círculos estrechos de especialistas en cine independiente y blogs de fanáticos del cine de horror y de zombis. Filmada en Canadá, con un irrisorio presupuesto, no tuvimos noticia de que apareciera en las salas mexicanas, ni siquiera en la piratería. Debimos haberla descargado de la Red para poder admirarla en inglés, al descubrir en Youtube un tráiler, del que no podíamos despegarnos, añorando contemplar y saber el resto de la historia cuanto antes.

  1. Las Causas y Etiología de la Zombificación

 

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La película plantea algo que es un hecho a medias: que el miedo y la fascinación por los zombis son antiquísimos. Datando de una época en que los rituales de la magia y la brujería eran practicados para apoderarse de la voluntad de otros y con el fin de convertirlos en esclavos mentales.

Exit Humanity no es el primer filme en señalar a la brujería y el vudú como el origen del fenómeno de los muertos vivientes. Tendríamos que remontarnos hasta 1988, con la magnífica, The Serpent and the Rainbow, de West Craven, donde un antropólogo viaja hasta Haití en la época de la dictadura, con la finalidad de descubrir una presunta sustancia con la que se puede devolver los muertos a la vida. En lugar de un elixir para la vida eterna, el investigador se verá atrapado en un asfixiante laberinto que casi le cuesta la vida y el alma, en donde se mezclarán la política de ultraderecha y la brujería afro caribeña.

Con los años, la industria cinematográfica propuso distintas etiologías para el síndrome zombi: virus letales, experimentación con armas biológicas, holocaustos de zombis de diversa índole, invasiones zombis sin ninguna causa lógica, incluso orígenes extraterrestres, etc.

Está el caso de 28 Days Later (2002) de Dany Boyle, hasta llegar a la afamada serie televisiva The Walking Dead (2010), basada en el comic de Robert Kirkman. Sin olvidar el clásico de G. A. Romero, La Noche de los Muertos Vivientes, de 1968, con un agudo trasfondo de crítica política y social, que es la mamá de todos los filmes sobre zombis. Según nosotros.

Sin embargo, el origen del término o del fenómeno zombi se remonta hasta el vudú o la brujería afro antillana, que planteaba dos posibilidades para la zombificación, o la acción de convertir a alguien en zombi: regresarlo a la vida cuando ya había muerto, o convertirlo en zombi estando en vida, apoderándose de su voluntad y transformándolo en un esclavo psicológico al servicio de quien dirigió el conjuro.

Psicológicamente hablando, un zombi es un ser humano quien habiendo poseído todas sus facultades mentales, las pierde de pronto, producto del contagio de una enfermedad, virus, la ingesta de algún veneno desconocido o por la intermediación de un conjuro mágico.

Desde el punto de vista neuropsicológico, se trataría de la muerte de las funciones de la corteza superior del cerebro, o neo-corteza, las encargadas de la consciencia, la reflexión, el pensamiento y el lenguaje. Localizadas, fundamentalmente, hacia la parte frontal del cerebro. O muy cerca de ellas.

Quedando desprovista de la actividad de su corteza cerebral superior, la víctima se verá reducida al funcionamiento exclusivo del cerebro primitivo o del cerebro animal, también conocido como reptiliano: agresividad, hambre, violencia, ira, etc. Los cuales serían procesos básicos de sobrevivencia, compartidos con el reino animal. Un zombi sería un ser humano bestializado, animalizado, reducido a reacciones reflejas agresivas y de búsqueda de alimento.

Al perder su humanidad, en el zombi reaparecerían funciones arcaicas presuntamente superadas en la evolución de la especie humana, como el carroñerismo y la antropofagia. Mismas que en los humanos normales eran inhibidas o reprimidas sobre todo por la acción de la corteza frontal del cerebro, en donde se encuentra la personalidad humana y las funciones culturales y sociales.

En Exit Humanity todo comienza con el inocente conjuro de una aprendiz de hechicera, quien tratando de devolver la vida a su hermana asesinada y violada por unos maleantes, la convertirá en zombi por accidente. La zombificación masiva se esparce por contagio, a partir de mordedura entre unos hombres y otros. Pronto, todo el sur de los Estados Unidos se encuentra casi despoblado, habitado tan sólo por muertos vivientes, quienes deambulan en busca de la poca carne humana fresca no infectada que queda en los sobrevivientes.

Al regresar a su granja, Edward Yong encontrará a su esposa y su hijo convertidos en zombis. Se verá obligado a matarles, contra todo su amor por ellos, aprendiendo por cierto que los zombis sólo mueren mediante un tiro en la cabeza. Caerá en una profundísima depresión, abandonándose así mismo por la pérdida de su familia. Y del mismo modo que durante las batalles en la Guerra Civil, nada consigue matarle.

Incinerará a su pequeño y se propondrá llevar sus cenizas hasta unas cataratas, donde prometió llevarle cuando aún estaba con vida. Esta será, según él, su última misión en este mundo. Antes de suicidarse él mismo con un tiro en el cráneo.

Convertido en un mercenario solitario, cazador de zombis, portando una capucha, con un poderoso rifle Winchester y un par de revólveres, en compañía de su caballo negro Sombra, emprenderá un prolongado viaje iniciático a través del Sur de los Estados Unidos para cumplir su cometido final.

  1. Nuestro loco amor por los Zombis

¿Pero qué será lo que produce en nosotros tantos sentimientos encontrados hacia los zombis: amor, atracción, fascinación, temor y repulsión por otro lado? Es claro que a nadie nos gustaría que se hiciera realidad un holocausto zombi, empero, no podemos dejar de mirar las películas del género y pocos nos perdemos los últimos capítulos de The Walking Dead en Fox, ya muy cerca de aparecer la nueva temporada, en 2016, quizá con suerte a finales del 2015, dicen algunos.

Hace unos seis meses, cerca de nuestro consultorio psicológico, donde a diario laboramos, asistimos como testigos oculares a un desfile de fanáticos de los zombis. Había muchos contemporáneos nuestros, desde luego, gente de la era Grundge, sobrevivientes de los conciertos de Pearl Jam, Alice in Chains y Sound Garden, quienes asistimos al estreno de Exterminio 1 en los noventa, y su continuación: 28 Weeks Later, por cierto no tan buena como la versión de Dany Boyle. Pero también había muchos no adultos: niños hasta de seis o siete años en compañía de sus padres, con sus playeras alusivas a la temática en cuestión. Una de las plazas públicas que hay por ahí: La Rambla Cataluña, estaba casi llena, con no pocos fans de los zombis de todas las edades.

¿Acaso será que el holocausto zombi está más cerca de lo que pueden nuestras imaginaciones alcanzar? Quizá el resultado de la cultura de masas y de un capitalismo despiadado, es la zombificación por medio de los medios de comunicación, el enrolamiento en el consumismo del que aquellos que se niegan a ser parte, son mirados como raros, como no zombis por los propios zombis, quienes añoran volverlos como ellos. Si seguimos la hipótesis del origen del fenómeno zombi, no por brujería, ni magia, ni por contagio de virus alguno, sino por lavado de cerebros, en instituciones educativas, familiares, religiosas y laborales que en realidad son enemigas del ser humano y en el fondo desean  homogeneizar a todo el mundo, e incluso liquidar a quien piensa distinto, pareciera que el holocausto zombi hace mucho que se ha instalado en nuestro mundo.

Tal vez nuestra fascinación por ellos no es más que una proyección de unos seres quienes nacieron y nunca dejaron ni dejarán de ser  zombis, aunque sueñan con ser hombres despiertos, vivos y reales.

De cierta manera, no es verdad que el canibalismo y la antropofagia se hayan superado. Tal vez las personas seguimos comiendo gente y siento a nuestra vez devorados por otros, de múltiples, inhumanas y monstruosas formas todos los días.

Hace pocos años un paciente nos relató  que cada día se sentía más libre, pues había logrado tomar una decisión sustancial en su vida: elegir entre adquirir un juego de video último modelo o unos rines de lujo para su Volkswagen. La zombificación está dada y no hay cura para ella.

La psicología del Hombre Despierto de la que Jiddu Krishnamurti y George Gurdjieff son dos grandes pilares, plantearía que en cierto modo la mayoría de nosotros estamos dormidos, es decir, vueltos zombis. Y que la cura o la clave para sanar y despertar de la muerte en vida se encuentra dentro de nosotros.

En un momento dado, tras arrojar las cenizas de su pequeño a una catarata, como misión final, Edward Yong encontrará a otros dos jóvenes sobrevivientes: Isaac y su hermana Sahra, quien fue mordida en varias ocasiones, pero nunca se convirtió en muerto viviente hasta ahora. Gracias a ellos, Yong recobrará las esperanzas y renovará su amor por la vida. Tomando ahora la misión de cuidar a los jóvenes hermanos e incluso enamorándose de la chica.

De hecho, Exit Humanity es un filme homenaje a un poeta de la Guerra Civil que sí existió y quien también enfrentó un holocausto hacia el final del siglo XIX, más no del tipo zombi sino de otra índole: político, ideológico, armamentístico y social.

Su diario fue hallado en los años setenta, junto con el esqueleto del artista, sepultado en una fosa común al lado de otros veinte compañeros de frente, quienes habrían sido capturados y fusilados previamente, de quienes jamás se conocería su identidad.

 

Un gringo visita a las prostitutas mexicanas en plena vía pública

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Dean aparenta mucho menos años de los que en realidad tiene. Acaba de cumplir cuarenta, aunque la gente al conocerlo piensa que apenas sobrepasa los treinta. Esto lo complace. Sobre todo al pensar en las chicas mexicanas, las cuales le fascinan.

Dean, Dean DeLeo. Su padre era un inmigrante italo-americano con el mismo nombre a quien le gustaba mucho leer novelas y libros de política. Murió de un infarto en París en un viaje de negocios. De él, Dean adquirió el gusto insaciable por la lectura y la avidez por devorar libros de todo tipo, aunque sus preferidos son los novelistas y poetas norteamericanos: Whitman, Poe, Bukowski, Kerouac, Miller, Ginsberg, Dos Pasos, Hemingway, etc.

Es imposible no observar la similitud entre su nombre y el del guitarrista de la emblemática banda grunge: Stone Temple Pilots. Ambos se llaman Dean DeLeo. Coincidentemente, por esos días acababa de morir el vocalista de la misma, el legendario Scott Weiland tras un largo y penoso peregrinar a través de las adicciones, las clínicas de rehabilitación y los hospitales psiquiátricos.

-¿No serás acaso el viejo guitarrista de los Stone…? Lo increpa alguien una mañana, en tono de broma durante su desayuno.

A lo que él sólo se concreta a responder que el inglés de su interlocutor es bastante fluido. Adulándolo. De ningún modo piensa que se refiere a los Rolling Stones, o a los Stone Roses, bandas inglesas ambas, bastante conocidas y respetadas. Hay quien dice que los Stone Temple Pilots fueron lo mejor que existió en la década de los noventa.

Dean labora como voluntario, impartiendo cursos de capacitación a paramédicos en la Cruz Verde y Roja. O eso dice.

A Dean le agrada desayuna siempre frijoles refritos con tortillas requemadas, queso y café negro. Es casi vegetariano. Aunque de repente se escapa a alguna esquina por unos tacos de carne asada o se permite pedir unos chilaquiles con pollo como desayuno. Le encantan los chilaquiles.

A Dean le gusta mucho la comida mexicana y le fascinan aún más las mujeres de este país. Lleva años buscando a su musa inspiradora en algún lugar de América Latina, el Mediterráneo, el Norte de África o en un suburbio perdido de Oriente Medio. Entre las múltiples ciudades que conoce gracias a su trabajo como voluntario y que recorre a pie de principio a fin, extrayendo y coleccionando imágenes de todas ellas con su Ipod 3.

Dean es paramédico autodidacta, nunca fue a la universidad ni finalizó siquiera el bachillerato, pero estudia muchísimo y de todo por cuenta propia, incluyendo idiomas, de los cuales habla más de cuatro. Así aprobó una certificación en rescate y toxicología: es experto en suicidios provocados por intoxicaciones y venenos. Y en cómo rescatar a quienes se encuentran en esas situaciones tras intentar quitarse la vida con diversas sustancias.

Dean recorre los callejones de la antigua zona roja de Guadalajara, de la misma manera que camina por las zonas de putas de Barcelona, Marruecos, La Paz y Lima. No lo dice, pero no cesa de buscar a una mujer a quien quizá conoció en otra vida. Por alguna razón, siente en lo más profundo que la encontrará en el mundo de las prostitutas callejeras.

Camina el Parque Morelos, cerca del Centro, de un extremo a otro, no habla con ellas, sólo las observa con paciencia, sin prejuicios, con bastante interés, hasta con cierta familiaridad y cariño en su mirada. Se desplaza por los callejones retorcidos y mugrientos, admira sus piernas y traseros en licras y lejeans. Adivinando el hilo diminuto de las tangas surcando las enormes nalgas de algunas, que lo envenenan. Les sonríe y ellas le corresponden, creyendo que contratará sus servicios. Pero no.

Dean cruza la avenida República donde desfilan algunas putitas callejeras, a punto de ascender hacia la Plaza Tapatía por unos escalones ruinosos. Es una morenita de ojos grandes, enfundada en lejeans y tops rojos. Intercambian algunas palabras breves en el dificultoso español que Dean apenas  habla. Trescientos pesos. Es bonita, le agrada, se llama Mary, sobre todo sus caderas y el hijo de las tangas que surca su trasero, el cual de repente quisiera explorar de cerca.  Pero no es lo que busca.

Dean avanza por las escaleras que lo llevarán hacia la Plaza Tapatía. El ambiente es infesto: el olor a orina y vomito dejado por borrachos e indigentes en los escalones puede causar nauseas a cualquiera, pero no a Dean, quien está acostumbrado a casi todo. Nadie sabe que además de rescatista en muchos países del mundo, estuvo detenido casi un año en un reformatorio de Los Ángeles por posesión de cocaína cuando tenía trece años. Pero ya es pasado.

Nadie sabe  tampoco que acaba de publicar una novela en los Estados Unidos y se encuentra trabajando en otra nueva.

Dean tiene unos pies muy grandes, calzados siempre en sus tenis nike azules. Sus enormes pies lo llevan a través de las escaleras. La morenita se queda mirándole con nostalgia desde la calle, abajo. Antes de irse le regaló un billete de cincuenta pesos nada más porque sí. Cuando regrese a su cuarto de hotel en el Centro, abrirá de nuevo su computadora portátil para proseguir escribiendo. Mañana terminará de impartir sus cursos y el sábado retornará en un vuelo a Washington, donde vive con su esposa. ¿Quién puede decir ahora qué viajes y cuántas chicas callejeras le esperen aún a sus tenis y  a su mirada?

Dean desaparece, asciende desde un averno diminuto hacia quien sabe dónde. De pronto todo es luz y Dean DeLeo se encuentra en otro ambiente por completo distinto.

 

 

 

Sigmund Freud, mucho más allá del diván

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1.

Lugar común repetido, es adjudicar al psicoanálisis una función social únicamente terapéutica o clínica. La imagen del diván, el paciente echado en él, casi hipnotizado. Ojos cerrados quizá, en un monólogo dirigido al vacío.

El analista barbudo a sus espaldas, de habla pausada, saco elegante y chaleco de rombos. Quien casi no hace nada más que escucharle, con el rostro descansado sobre la muñeca entumecida, en un gesto que pretende ser inteligente. Asintiendo a todo lo que le dice el paciente, guardando un silencio sin final.

Pero el psicoanálisis no sólo es clínico. Ni la clínica consiste solamente en divanes, chalecos de rombos y barbas canas. Marcelo Pasternac nos proporciona una atinada definición:

El psicoanálisis se define como un método de investigación que permite evidenciar la significación     inconsciente de actos, palabras y producciones imaginarias (como sueños, fantasías, delirios) fundándose  en las libres asociaciones del sujeto, que permiten construir interpretaciones (Psicología, Ideología y Ciencia, Ed. Siglo XXI. 1989. Buenos Aires.

Si el psicoanálisis es un método de investigación, su papel científico y social trasciende la consulta individual. Trastoca el estudio de los pueblos, familias, escuelas, relaciones de pareja: desde luego el amor como interés de investigación. También son parte de sus intereses las manifestaciones culturales diversas, como ha demostrado Slavoj Zizek: el cine, la arquitectura, el teatro, la publicidad, la moda, la pintura, la vida de los artistas y científicos, la literatura (que ya Freud abordara psicoanalíticamente de manera genial).

El psicoanálisis no consiste en un método deductivo, es decir, que busque establecer verdades a partir del estudio de muestras enormes, estadística y todo lo que implica. Ir de la generalidad a los casos únicos, como usualmente muchos creen que opera únicamente la ciencia. Sino que estudia las manifestaciones del inconsciente a partir de asociaciones, surgidas de la palabra de sujetos concretos. No se trata de establecer la universalidad del fenómeno de Edipo, por ejemplo, sino de observar y describir la manera en que la relación edípica se manifiesta en un sujeto en particular, o en una comunidad específica que induce a sus miembros tal o cual forma de relación con la madre y el padre. En este sentido, el método psicoanalítico coincide con una serie de tradiciones antropológicas que encajan en la vertiente filosófica y metodológica llamada cualitativa o inductiva. Se pretende captar la experiencia de un sujeto o de una comunidad desde su propia voz, en sus propias palabras, tal como se conciben ellos mismos en su contexto único.

Como instrumento de trabajo, el método psicoanalítico no cuenta más que con las herramientas lingüísticas, cognitivas e ideológicas del psicoanalista. De ahí que Freud, en su Psicoanálisis Profano recomendara, incluso insistiera tajantemente, en la necesidad de que los psicoanalistas neófitos asistieran a psicoanálisis didáctico antes de pretender curar a otros. En pocas palabras: el hecho de que nadie debe intentar psicoanalizar a los demás si previamente no ha asistido a psicoanálisis él primero.

En las tradiciones de investigación llamadas cualitativas, se reconoce un lugar preponderante al propio investigador, su personalidad y su lenguaje como principal instrumento de conocimiento. Y la consiguiente “implicación” del mismo en su objeto de estudio. ¿Podrá ser de otro modo acaso? De hecho, el método psicoanalítico no puede ser un “método” en el estricto sentido de la palabra, como los positivistas, pensamos en el filósofo Mario Bunge, por ejemplo, lo entienden. Por ello Bunge dice tajantemente que el psicoanálisis no es ciencia. Rechazando drásticamente como no científico todo lo que no entre en los cánones de las matemáticas, las ciencias naturales y las exactas. Con quien de ningún modo estamos, por cierto, de acuerdo.

El llamado “método” en psicoanálisis, no consiste, para la sorpresa de muchos, más que en la acción analítica del propio psicoanalista, quien cuenta con su aparato intelectual, pero principalmente con su propia personalidad: emociones, historia personal, intereses, creencias y decisiones propias. Y no puede ser de otro modo, el psicoanálisis habla de una relación entre seres humanos, donde quien ocupa el primer lugar no es el o los sujetos estudiados o analizados, sino el propio psicoanalista. El analista parte de sí mismo, de lo que ha progresado en su propio análisis personal para comprender a otros. Él inicia en su persona,  con el reconocimiento de que es parte indisoluble de la relación con las gentes a quienes aborda, escucha y observa. Sólo así puede lograrse algún proceso en el conocimiento psicoanalítico. A esto Freud lo llamo en términos más, precisamente freudianos, transferencia. En la sociología cualitativa francesa, muy inspirada en el psicoanálisis, se le llama hoy en día  “implicación”.

Entonces, el método psicoanalítico se extiende bastante más allá de la situación del diván. Comienza con el incesante autoanálisis del propio analista y su reconocimiento férreo como parte de una relación humana concreta. Un psicoanálisis didáctico primero para sí mismo, que puede durar años, y un autoanálisis diario, nada sencillo y cotidiano que no debe terminar jamás. Un compromiso ético y científico con su persona y su comunidad.

Metodológicamente hablando, el psicoanálisis no tiene nada que ver con la aplicación indiscriminada de una terminología oscura y para iniciados, como muchos ingenuos pretenden, difaman y actúan. Auto nombrándose psicoanalistas tan sólo por utilizar palabras y conceptos extraños y barrocos. Sino con la comprensión de una situación humana de espejo, donde unos, los que practican el psicoanálisis para comenzar, son capaces de saber que se están viendo a través de los ojos de los otros. O así lo intentan cuando menos, con mayor o menor sinceridad. Para luego permitir a los analizados, pacientes, clientes, consultantes o como quiera que sea, ser capaces de poseer el mismo conocimiento de la relación intra-humana.

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El conocimiento psicoanalítico logró dar un paso bastante importante en la asunción de su propio objeto de estudio: el inconsciente. Los primeros tanteos de Freud en sus escritos iniciales sobre histeria al lado de Breuer a finales del siglo XIX son apenas algunos acercamientos pre-científicos, quizá hasta ingenuos ante nuestros actuales ojos.

Pero Freud no logrará dar en un certero blanco hasta 1900, con su libro La Interpretación de los Sueños. En él apunta hacia el inconsciente como objeto de estudio del psicoanálisis. Plantea que se le puede conocer a través del estudio de diversos fenómenos psíquicos: lapsus, actos fallidos, asociación libre. Pero el principal medio, el definitivo, es el análisis de sueños. Según Nestor Braunsten y Marcelo Pasternac (1989), psicoanalistas preocupados por el sustento epistemológico a su campo de trabajo, al tratar de construir su propio objeto de estudio, el psicoanálisis da un paso hacia su constitución como disciplina. El inconsciente será ese preciado objeto de estudio. Largamente anhelado, meditado, reflexionado y cercado por diversos métodos de investigación, los cuales seguirán, enriquecerán, extenderán y ampliarán los seguidores del patriarca Freud tras su muerte.

En la actualidad los psicoanalistas caminan de la mano de los etólogos, estudiando las conductas animales y humanas, innatas y aprendidas, en las estaciones biológicas de la Europa Nórdica y el África. Junto con los antropólogos y psicólogos sociales, interesándose por los cambios culturales en distintas orbes, estudiando ritos de iniciación, paso, relaciones familiares, instituciones, religión.

No sólo pretendiendo curar individuos aislados, sino creando posibilidades de análisis y reflexión sobre diversos fenómenos contemporáneos de muchas comunidades distintas. Presta sus herramientas de análisis a los estudios sobre la moda, la publicidad, los medios de comunicación, el cine. Basta leer la interesante obra del ya mencionado investigador serbio-croata Slavoj Zizek, así como la de otros neo-lacanianos.

El reconocimiento de que el psicoanálisis cuenta con su propio objeto de estudio y métodos para abordarlo es lo que permite a los psicoanalistas insertarse en variadas investigaciones conocidas hoy como transdisciplinarias.  Es decir, en colaboración y diálogo con científicos de otros campos del conocimiento: etólogos, antropólogos, psiquiatras, biólogos, arquitectos, historiadores, semiólogos, lingüistas, etc. Puesto que su objeto de estudio es el inconsciente, y el inconsciente es parte de lo humano, y también de lo animal que es el hombre. De tal modo que la función del psicoanálisis no es sólo impartir psicoterapia a  gentes diversas sobre el diván, sino investigar el conjunto simbólico que es la cultura humana.

 

 

 

 

Jack London después del Apocalipsis

 

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La humanidad, tan numerosa durante mi infancia y primera juventud, ha desaparecido. Yo soy el último de los que vivieron en los días de la peste y que conoce las maravillas de aquellos lejanos tiempos. Nosotros, que dominamos el planeta (la tierra, los mares y el aire) y que éramos semejantes a los dioses, vivimos ahora en un estado de salvajismo primitivo a lo largo de los ríos, en esta región de California.

 

( JACK LONDON –La Peste Escarlata)

 

  1. The Scarlet Plague

El anciano tiene más de noventa años de edad. Si su memoria no le fallase tanto debido a los estragos de la senilidad y de la vida tan dura que debió sobrellevar después que todo terminara, se daría cuenta que en realidad bordea prácticamente los 100 años.

Antiguo profesor de literatura e historia de la Universidad de Berkeley, John Smith se debate con sus nietos y bisnietos en torno a una hoguera, en las costas de un  San Francisco desolado y en ruinas:

“Aquí vacacionábamos cientos de personas, en esta misma playa, fuimos miles de seres humanos….”

Sentencia a su progenie, tratando de ilustrar sus primitivas e incultas mentes y de interesarlos en la historia, no sólo de su vida, sino de la humanidad entera,  casi extinta.

Pero los muchachos, niños y preadolescentes, se ríen del viejo. Acostumbrados a sus disertaciones y charlas repetitivas, aburridos de tanto oírlas, tienden a tildarlo de loco y oxidado.

La voz del profesor es débil y se pierde en su garganta agotada de nonagenario. Smith cesa de intentar comunicarse con ellos y centra su atención en las suculentas ostras y cangrejos que sus nietos le llevan tras asarlos en las brasas de su fogata.

“¿Alguien tiene un cangrejo… un cangrejo….?” Suplica el anciano.

“No hay abuelo”, le responden burlones, pero no es cierto.

Por fin, su más leal y querido nieto, su fiel escudero y aprendiz: Hare-Lip, quien siempre lo defiende y ve por él, se compadece y le entrega un enorme crustáceo ahumado, con la concha abierta previamente, cuya carne color salmón se deshace igual a mantequilla en la boca desdentada del patriarca. Entonces, nos percatamos que Smith se encuentra casi totalmente ciego, razón por la cual los nietos aprovechan la menor oportunidad para burlarse de él.

“¡En mis tiempo no tratábamos así a nuestros mayores….!”

Es lo único que alcanza a decir el abuelo, y su bocado de carne rosada se desliza hacia su garganta en un sollozo, acallando sus palabras y algunas lágrimas. Mismas que no se sabe si son producto de su estado de ánimo nostálgico o de lo calientes y quemantes que se encuentran los bocadillos recién cocinados que engulle.

Todos visten raídas pieles de cabra y oso en bastante mal estado. Sus cabelleras largas y pegajosas, sus rostros con costras y añejas manchas de lodo, mugre y restos de comida. Nos remontan hacia un tiempo prehistórico y lejano, cuando los primeros hombres vivieron en cavernas y descubrieron el fuego. Pero no es así, tristemente, no es ninguna escena de ningún pasado remoto, se trata del futuro de la humanidad.

Todos poseen extraños nombres: Hare-Lip, Hoo-Hoo, Cross-Eyes, Edwyn, mezcla de rasgos icónicos de su habla cotidiana y vestigios de un idioma inglés corrompido que otrora hablaron sus antecesores en California.  Todo ello nos hace pensar en unas mentalidades tribales y en la degeneración del lenguaje humano, el cual perdió en los últimos cien años sus cualidades abstractas y conceptuales, sustituyéndolas por rasgos concretos y situacionales. Del mismo modo que los antiguos pueblos nómadas que poblaran Norteamérica muchos siglos antes y nombraran a sus hijos con calificativos según sus cualidades guerreras o espirituales: Caballo Loco, Nube Gris, Alce Viejo, Ojo de Humo, Águila Vieja, Toro Sentado.

De pronto, su comida es interrumpida por una manada de lobos que bordea la playa, tratando de acercarse a su rebaño de cabras, el cual debe ser una de sus mayores posesiones. Cuatro perros mitad pastores ingleses y mitad pastores alemanes se precipitan hacia los depredadores, custodiando las cabras y ovejas, listos para iniciar la contienda contra los ladrones. Los chicos retoman sus arcos y hondas y comienzan a arrojarles proyectiles. Hare-Lip demuestra que además de ser el más paciente y amoroso con su abuelo de entre sus hermanos y primos, es el mejor tirador. Las fieras son espantadas, los perros reciben su premio de pescado y crustáceos, y los chicos se reagrupan en la hoguera, en torno a John Smith. El viejo piensa por un momento que Hare-Lip posee todas las cualidades, tanto físicas como espirituales, de un futuro y justo patriarca para su clan.

Tras finalizar su almuerzo, los muchachos clavan sus dedos en la arena del mar, descubren y desentierran los esqueletos de tres personas: dos adultos y un niño.

“Debió tratarse de una familia… Lo más probable es que intentaban huir de San Francisco, pero la peste no los dejó llegar muy lejos…” Sentencia Smith mientras culmina el último bocado de su cangrejo gigante ahumado.

Por fin los muchachos se interesan en sus palabras y le piden al abuelo que les narre de nueva cuenta la historia de la Peste Escarlata, la cual arraso con millones de vidas, casi exterminando a la humanidad y a su cultura, retrotrayéndola en poco tiempo hasta la época de las cavernas.

Mientras John Smith comienza a deshilvanar su relato sobre la Peste Escarlata y el fin de la humanidad, sus nietos despojan de sus dientes a las osamentas humanas, insertándolos luego en hilos de cáñamo para conformar llamativos y siniestros collares para adornar sus cuellos y pechos. Interrumpen al viejo en continuas ocasiones, quien en vano trata de reprenderlos por faltar al respeto a los restos óseos de aquella familia. Pero nuevamente es ignorado. Pronto se entabla un cerrado debate entre él y sus descendientes en torno hacia el significado de la palabra “Escarlata”. Los más jóvenes prefieren utilizar el término “Rojo”: “La peste Roja”. ¿Para qué usar otra palabra más complicada y rara para sus reducidos léxicos: “Escarlata…”? Se preguntan los chicos, dudando y cuestionando todo lo que comparte con ellos Smith.

  1. La Estética del Canibalismo Post-apocalíptico

Publicada en 1912, tras años de fallidos intentos de un joven Jack London por dar a su conocer su obra durante sus primeros tiempos como escritor, La Peste Escarlata (1912) no recibió en su época toda la atención que merecía al aparecer en una revista literaria de San Francisco.

Con el transcurso de los años y luego de que London se volviera un autor demasiado exitoso, sobre todo tras la aparición de las joyas que lo inmortalizaran: Colmillo Blanco, El Llamado de la Selva, Lobo de Mar, etc., La peste Escarlata no sería valorada sino hasta mucho después de su aparición, incluso luego de la muerte de London. Volviéndose cada vez más entrañable, más real.

Adelantada en demasía a su época, publicada durante el reinado de la máquina de vapor, el evolucionismo darwiniano y el apogeo de la filosofía positivista y científica. Un tiempo ya extraviado y también lejano. Cuando la inmensa mayoría de los hombres se consideraban a sí mismos como los mayores triunfos de la evolución en el Universo, dueños absolutos de la naturaleza, del Planeta Tierra, de sus cielos, sus mares, animales y bosques. Con una fe fanática en la ciencia y la razón. Es muy comprensible que con tanta ilusión hacia la historia de la humanidad y en la evolución de su raciocinio, a nadie le llamase demasiado la atención el adentrarse en un escenario post-apocalíptico y desgarrador.

En ese sentido Jack London era más bien un autor demasiado raro, por completo ajeno a su época.

Hasta finales de los años noventa del siglo XX, La Peste Escarlata adquiriría un sentido por completo realista, próximo y vívido. En la medida que el fin del siglo y el milenio sobrevenían.

En la manera desgarradora con que London nos describe la caída de los seres humanos: hogueras gigantescas y humeantes, cánticos desquiciados, matanzas, decapitaciones de la gente enloquecida tras la caída de los gobiernos y la policía, producto del contagio de la Peste Escarlata, la breve pero genial novela del escritor californiano nos recuerda al relato de otro autor norteamericano: Cormac MacCarty. Quien en su espléndida pero brutal obra: The Road, nos describe escenarios análogos, casi calcados de la obra de London: cráneos humanos empalados sobre la nieve, gente comiéndose una a otra, enormes incendios que hacían parecer la noche un eterno y quemante día, cánticos delirantes surgidos de una humanidad bestializada y despojada de sus valores.

No por nada, en algunos medios, tanto La Peste Escarlata como The Road han sido catalogadas como relatos de horror.

La obra de MacCarty y la de London coinciden en mostrarnos un escenario escalofriante tras el fin del mundo,  animalizado y poco alentador en su mayoría. Ambos autores no son nada entusiastas de un renacimiento humano luego del Apocalipsis, contrariamente, son despiadados con la vida humana grupal. No poseen demasiada fe en la humanidad en tanto colectividad, sino más bien parecen creyentes en la fuerza y el triunfo de la sobrevivencia de algunos pocos hombres, a la vez fuertes y poseedores de profundos valores universales.

A diferencia de innumerables obras de moda y de la actualidad, televisivas y cinematográficas: The Walking Dead, Resident  Evil, etc., las cuales, hasta ingenuas, manifiestan una estética del fin del mundo cuidada y sofisticada: hermosas amazonas y fieros guerreros de las carreteras post-apocalípticas, armados con sables, ballestas, escopetas, kalashimovs, etc. Montados en motocicletas y vehículos todoterreno. Con un vestuario que los muestra a la vez atractivos, bellos y fascinantes. Haciendo anhelar a muchos de los televidentes y espectadores, recorrer aquellos parajes post-apocalípticos junto con ellos.

En la misma tónica tendríamos por ejemplo The Day (Canadá, 2011), un filme independiente producido en Norteamérica que muestra las andanzas de cinco jóvenes: dos hermosas amazonas y tres valerosos caballeros, en un escenario tras el fin del mundo, plagado de clanes caníbales de los cuales deben, por sobre todas las cosas, evadirse. En esta película incluso se alude al Valhala de los vikingos, tratando de brindarle una tónica espiritual a las aventuras de estos héroes del apocalipsis.

Sin embargo, tras releer La Peste Escarlata y The Road, surge en nosotros el cuestionamiento de si acaso el escenario posterior al fin del mundo resultaría de una estética tan sofisticada y cuidada con la que todas las obras actuales nos quieren seducir. Si de verdad el fin de la cultura humana daría lugar a bellos héroes y escenarios salvajes pero atrayentes. O si por su parte, tras el fin del mundo, el ambiente no resultaría acaso escalofriante e insoportable, como estos dos autores norteamericanos adelantan.

Es curioso que Jack London, desde 100 años atrás sugiriera al año 2012 como el del inicio de la Peste Escarlata. El mismo que los Mayas vaticinaban como el del fin de una era.

Repentinamente, en su novela, los rostros de los enfermos comienzan a cubrirse de un tono rojo sanguinolento, escarlata, precisamente. La temperatura de los contagiados sube hasta hacerles estallar el cerebro y los pacientes mueren tan sólo veinte minutos después de resultar enfermos. La lógica narrativa es sencilla: la Peste Escarlata surgió debido al aumento poblacional y a la saturación de los espacios urbanos de hombres que viven como ratas en hacinamiento.

John Smith es de los pocos sobrevivientes. Por alguna razón desconocida, él es inmune. A pesar de que  la humanidad llega al punto de la extinción debido a la epidemia, el profesor jamás enferma.

Orillado a huir de las ciudades, donde ocurren la mayor cantidad de matanzas y actos vandálicos, se retira hacia el campo con sólo un caballo y tres perros pastores, los cuales serían los abuelos de aquellos canes que ayudarían a sus nietos a cuidar los rebaños de cabras en la playa de la primera escena.

Tras permanecer algunos años aislado en la montaña, sin tener contacto con ningún hombre, Smith regresaría a la Costa de California donde se encontraría con algunas pocas personas sobrevivientes. Se casaría con una sencilla mujer, elegida en un diezmado campamento y lentamente comenzaría junto con ellos a tratar de repoblar la Tierra.

  1. El resurgimiento de la magia y el fanatismo

Lo que más le duele y horroriza al centenario abuelo es el fanatismo de sus nietos, quienes parecen profesar una fe ciega en Cross-Eyes, un brujo embaucador quien se dice capaz de curar todas las enfermedades e invocar a los espíritus. Le molesta que los chicos le crean de una manera que trastoca la locura, que incluso señalen querer ser como él cuando sean grandes.

Para él, este fanatismo desquiciado es resultado de la muerte de la cultura humana. Tardarían muchísimo siglos antes que los hombres redescubrieran la ciencia y la cultura pensante, sugiere London.

De pronto, Smith les recuerda a sus nietos que en una cueva cercana dejo enterrado un cajón con todos sus libros. Los chicos no parecen demasiado interesados en los libros ni en la lectura, tanto como en los hechizos de Cross-Eyes, en cazar, pescar y cuidar a sus cabras y perros.

Se ponen todos de pie, Hare-Lip como siempre, ayuda a que el abuelo pueda desplazarse, lo toma de la mano y lo guía como el mejor lazarillo. Los jóvenes, el anciano y los animales se pierden hacia la montaña, de regreso a su refugio.